Del centro al sur I

El brasileño era un pueblo muy curioso. Y silencioso. Tenía la sensación de hablar a voces por la calle. Como los españoles en Portugal, yo sentía invadir el espacio sonoro de aquellas gentes en cada palabra, aun en portugués. La que yo consideraba una lengua silenciosa y sumisa era en Brasil un estruendo. Si me callaba tenía dificultad para captar cualquier conversación, ni lejana, ni cercana. Una impresión que permaneció inalterada en mi viaje al sur.

La sonrisa y la hospitalidad eran el escudo de Caxías do Sul. Una constante que se había vuelto tópico en los europeos que viajaban a América, la sonrisa y la hospitalidad, pero que en Caxias se matizaba, tomaba un color especial de una ciudad poco acostumbrada a los extranjeros. No era el turismo asumido el origen de aquellas bienvenidas, sino un lugar que había sido nombrado capital nacional de la cultura y que empezaba a recibir las primeras visitas inusuales.

"Oi para o passaporte deles" - compartía la oficinista de correos con su compañera - "show de bola!" - exclamaba mostrándole mis documentos como un niño con juguete nuevo. Y así el taxista, el policía, el comerciante, etcétera. Toda la población se deshacía en amabilidades. A la cabeza los conductores de unas tartanas azules, una surte de autobuses de cartón piedra que recorrían toda la ciudad de punta a punta, barrio a barrio, y que habían sido mi delicia los primeros días. 














Porque aunque Caxías fuese una ciudad nueva, de sólo ciento veinte años, y su construcción cuadriculada y extendida no mostrara ninguna huella de antiguas murallas, seguía teniendo un centro y unas afueras. Y ese centro, desarrollado y hortera, podía eclipsar una periferia pobre y desigual que hubiese pasado inadvertida de no ser por los interminables paseos que me dieron las tartanas azules.