Portugués de tanga V

Yo había tenido mis dudas sobre un famoso acuerdo ortográfico que había pretendido unificar el portugués. Este tratado pretendía dar una visión unitaria al mundo de la lengua usada en Portugal y los países que en su día fueron sus colonias. Era por todos sabido que el acuerdo sobreponía la política internacional (y un interesante negocio editorial no desdeñable) a las necesidades realmente lingüísticas. Además de contener un favoritismo a la "moda brasileña" de usar la lengua.

Yo había tenido mis dudas por mi convicciones evolutivas y flexibles de la lengua que me habían llevado a aceptar con naturalidad, y hasta afecto, a las otras formas de hablar el castellano en América. Pero eso nada tenía que ver. No era una evolución, sino una involución.

No debía confundirse mi flexibilidad para aceptar palabras o expresiones latinoamericanas con la flexibilidad sonora de cambiar la forma de escribir para adecuarla a una fonética local. Así, las películas en Brasil llevan "dUbladas" desde hacía mucho tiempo. E por aí fora... Cuál el límite de ieste camino.

Tampoco se trataba de aceptar ciertos cambios de género o número como el "la pasaste bien" frente a "lo pasaste bien" o "lo pasaron bien"... Sino del "para mi enteder", "para ti fazer", porque "nois vamo a la casa di lanche".

Pero no era tampoco lo escandaloso de eliminar algunas consonantes y por tanto las raíces verbales de las palabras, como aludían los puristas de la lengua lusa opuestos al acuerdo...

¡No se trataba de un acuerdo! ¡Lo que Brasil necesitaba era una corrección ortográfica! ¡Colonialismo lingüístico! ¡¡O independencia!!!

Portugués de tanga IV

El brasileño era un reto inesperado. Forzado. Pues, al contrario de los citados, este pueblo no comprendía su lengua madre. Así como el mexicano entiende al castellano y el arentino al mexicano y al castellano y éste último a los otros dos, el brasileño nada o poco capta del portugués.

Exige, con asombroso desdén y falta de pudor, ser tratado en sus propios términos. Y osa reprochar al castellano hablante su incapacidad para aprender el brasileño. Ignora la explicación fonética que dificulta a las lenguas con menor variedad sonora el aprendizaje de un mayor repertorio fonético, como a él mismo le ocurre con el portugués. Ignorante en todos los sentidos, posee una soberbia asombrosa en materia lingüísitica (entre otras).

La puntilla la dan sus intentos de hablar español. Es un pueblo de contradicciones constantes. Y gusta de practicarlas también con su egocentrismo lingüístico al que somete a ridículas exposicones cuando se empeña en hablar castellano.

Un portugués, al encontrarse con un "hermano" y constatar su nacionalidad, intentará hablar la lengua de Cervantes (para después quejarse a gusto de la incapacidad de éste de hablar la lusa). Pero, si por sorpresa, resulta que el español le contesta en portugués, se sorprenderá al principio, pero se congratulará finalmente y continuarán la conversación en la lengua de Camões.

El brasileño, cuando empeñado en chapurrear el español, nada le hará desmontarse de tal propósito, aun cuando interpelado en su misma lengua. Y se mantendrá aferrado a su argentiñol durante toda la conversación. Fascinante.

Portugués de tanga III

"Yo que soy blanco, sufro con tamaña ignorancia" había dicho un conocido jugador de fútbol de marcados rasgos negros. El cacao racial en que vivía el país provocaba salidas de esta naturaleza, además de una nueva clasificación, el "pardo", de puro indefinido para evitar tiranteces.

El caso es que yo también sufría tamaña ignorancia en materia lingüística. Con frecuencia se reprochaba a los portugueses el intento de pronunciación brasileña que solía resumirse a una serie de guturalidades exajeradas, fuera de sitio, y muchos gerundios. Como toda imitación, equivocada, y bastante ridícula, la verdad. Lo que ignoraban tanto los portugueses que acusaban a sus compatriotas de esnobismo lingüístico, como los propios brasileños que gozaban (en ambos sentidos ibéricos) con las patéticas imitaciones de su lenguaje, era que se trataba de una cuestión de necesidad. De primera necesidad.

El brasileño, sencillamente, no entendía el portugués. No entendía sus introducciones formales, sus conjunciones verbales, su extenso vocabulario, sus prolongados números, y finalmente su fonética.

Un portugués en Brasil debía adaptarse y sufrir, no sólo tamaña ignorancia, sino tremenda humillación lingüística. Y lo que es peor: un encantamiento fatal.

Forzarse al brasileño dificultaba sobremanera el regreso al portugués. Como un contagio cuasi irreversible; una epidemia; una experiencia narcótico exótica cuyos efectos sólo podían comprenderse si experimentados en la propia carne; un conjuro chamánico.

Un trance en el que el luso parlante de repente enmudecía intentando volver a su lengua original incapaz de no emitir otra cosa que un gerundio tras otro, incapaz de reencontrarse con el verbo haber...Incapaz. Necesitado de una intensa rehabilitación.

Yo, que desde la infancia había demostrado una especial facilidad para las entonaciones asimilando desde el gallego hasta los acentos más sureños de mi país, así como otros allende mares, jamás en mi vida había tenido la sensación de riesgo de no poder regresar a mis orígenes.

Portugués de tanga II

En efecto, el pueblo brasileño era un pueblo verbófogo. Además de verborreico, lo que pudiera resultar contradictorio. Pero resultaban ser dos características compatibles: la capacidad de hilar conversaciones a golpe de guturalidades y la aniquilación de toda conjugación verbal.

El portugués de tanga tenía varias expresiones además de la reducción de los tiempos verbales al presente, pasado y futuro simple.

Así, los pronombres se limitaban en ocasiones a los posesivos, sustituyendo el "yo" por el "mi", o el "tu" por el "ti". Desde el "para mi fazer" de la limpiadora, al "para ti entender" del profesor. Quién sabe si una filosofía del lenguaje, en realidad, la sustitución del "yo" por el "mío". Yo no soy yo, yo no existo, si no es como poseedor...

También los números corrían una suerte de existencia particular. Solitarios, se expresaban por unidades, decenas a lo máximo. Ciento veintiséis era "um, dois, meia". Cuatro mil quinientos treinta y siete era un incomprendido de la sociedad brasileña que exigía la descomposición en "quatro, cinco, tres, siete". Desde recepcionistas hasta ejercicios contables de universidad.

Portugués de tanga I

Yo había leído en alguna ocasión ciertas teorías lingüísticas que asociaban a los pueblos con las características de su lenguaje. Como toda teoría social, pronto cuestionada y superada. Pero me preguntaba qué dirían sus formuladores sobre el pueblo brasileño. Un pueblo vebófogo.

Aunque en realidad no se trataba exactamente de comerse todos los tiempos verbales, sino de simplificarlos y llevarlos a su mínima expresión. Un portugués de tanga.

La utilización de los gerundios, bien conocida por todos, podía ser engañosa. Los "estou indo", "estou fazendo", "estou chegando" y compañía, por todos usados hasta para la imitación y la caricaturización de los brasileños, ocultaban una realidad mucho más simplificadora: el abuso de los verbos auxiliares, reducidos a tres o cuatro, y un ahorro en formulación de tiempos.

El futuro se substituía en general por el presente. Presente simple. Un recurso utilizado en otras lenguas latinas, pero que en Brasil era la norma. Lo contrario, la excepción. "E ai eu faço"."E ai eu vou". "E ai eu venho". Ayudado por el "e ai", cuando tal situación se dé, yo hago esto o yo hago lo otro. Nada de yo haré, ni de yo puede que haga. Nada de pensar en subjuntivos.

En realidad todo simple. Presente simple y pasado simple. El pasado, siempre simple, formulado en perífrasis para reducirlo a un verbo (en realidad a una lista mínima de verbos) más el infinitivo deseado. "Falei para trazer". "Falei para comprar". "Falei para todo". Todo tipo de interacción con otro ser humano producida en un pasado se resumía a un "falei". Por lo tanto quedaban excluídos el resto de verbos del pedí, conversé, comenté, pregunté, ... "induje", "sugerí" impensables. Ni siquiera el "dije". Pronunciar "dije" era ser interrogado. ¡Era una realidad empírica que la emisión de cualquier otro verbo era completamente desconocida e incomprendida! "Eu disse...","Oi?", "Eu falei", "Ah".

Conspiración en palacio

Estaban intentando envenenar al emperador. A sus más de cuatro décadas del calendario humano, Octavio ya había sufrido una operación de próstata que le mantenía aún en grandes y prolongados tratamientos. Pero una conspiración se tejía en palacio, que antes o después daría sus frutos, quién sabe si demasiado tarde para esas uñitas negras y brillantes...

Algo se cocía en los fogones de aquella mansión. A media tarde llegué y me encontré a la dueña en la cocina dándole un par de jeringuillas de un líquido rosado. Antibiótico, me dijo que era, mientras le abría la boca y le enchufaba el mejunje al fondo de la tráquea. El emperador tosía atragantado y resignado. Con la misma paciencia recibía el masaje en el cuello de unas manos pulcras, blancas como la cal, que se le ceñían a la garganta, quién sabe si con más oscuros pensamientos...

Por la noche, el emperador descansaba en el gran diván que ocupaba toda la estancia destinado exclusivamente a su rollizas posaderas mientras la señora Ana y yo conversábamos en nuestros taburetes. Habíamos comenzado a intimar, precisamente a causa del Emperador, que entre sus múltiples cualidades no contaba con la del entendimiento del lenguaje humano, y finalmente Ana había encontrado en mí la complicidad anhelada para desahogar tanto abuso de trato.

"No es ningún niño", me decía, "para colmarlo de tantos cuidados". Eran ellas las que le enfermaban con tanto potingue. Una inocente afirmación que podía ocultar otros significados. Pero la conversación se detuvo. Estando en estas palabras se oyó la puerta y madre e hija emergieron del fondo del pasillo. Venían a darle la última dosis del día, pero, apareciendo a esas horas por la puerta secundaria, de lo oscuro de la despensa, parecían salidas de pasadizos secretos como en las grandes mansiones. 

Y he aquí cuando la dueña se acercó a Ana que observaba callada desde su asiento cómo la hija movía vasos y líquidos preparando jeringuillas. Se encorvó la dueña y con la voz queda y con los codos pegados al cuerpo, sacó una cápsula negra como el carbón que abrió delante de Ana. Cayeron unos polvos que mancharon de inmediato el fondo del vaso de un gris oscuro. "¿Ves?" -le enseñaba- "le das esto por la mañana antes de irte". 

Y entonces recordé a Livia, de "Yo, Claudio", la gran matriarca de toda una saga de emperadores. Entre sus incontables "orientaciones" a la política romana contaban varios asesinatos. Uno de ellos, lento y perfecto, en pretendidas curas a un enfermo.

Yo recordé a la gran Livia, y la dueña, aún sin presentación formal en estos relatos, una señora educada, preocupada y ocupada, con el bienestar de todo lo que le rodeaba, se llamaba Lilia. Y el polvo negro como el carbón que cayó al fondo del vaso también era negro... como el cianuro.

Inmigrante III

En portugués existe la expresión "dar graxa" que literalmente significaría untar aceite, aunque en realidad quiere decir adular, hacer la pelota. Untar de adulaciones. Pues bien, el portugués utiliza esa técnica, igual que el español y que muchos otros pueblos, por una cuestión formal, por convención, porque así se cree educado, en fin. El brasileño lo usa para ocultar su incompetencia. 
Ante una pregunta de respuesta ignorada, o ante un nuevo NO y mi consiguiente estupefacción, el brasileño miraba al vacío, o a la pantalla de su muy avanzado e inútil sistema informático, produciéndose el siguiente diálogo:

-Uf, abrir una cuenta en este banco. ¿Pero tiene todos estos papeles?
-Si, hoy lo he traído todo.
-Ah, pero le falta este.
-Ah, pero es la tercera vez que vengo porque siempre se inventan un papel nuevo. ¡Díganme de una vez qué tengo que traer!
-Aaaaaaaa...mmmmmmmm. ¿Y de dónde viene? ¿De España? Debe ser lindo allí.

¡Lo había descubierto! ¡Lo había corroborado! No es que yo me hubiese cansado de una admiración a Europa que ya conocía y esperaba, incluso antes de venir. Es que mi país era lindo, legal y hasta "chiqui" cuando surgían las dificultades, como respuesta a mi indignación. Porque a esas alturas ya había cambiado la tolerancia y la compresión por la indignación y el cansancio después de las cantidades ingentes de "noes" que me metía a diario. Llevaba ya una dosis de caballo en el cuerpo como para reaccionar con compresión a su mirada perdida, a su bobalicona sonrisa, y, compartiendo su éxtasis, responder "sí, lindísimo". 

Tu puta madre también ha de ser muy linda, pero no me te inventes más papeles y hazme lo que te pido de una vez. Un pensamiento así me unía con la naturaleza del inmigrante, que se arrastra y desgasta de ventanilla en ventanilla, de mostrador en mostrador...

Hubo una que en su sorpresa fue la más espontánea y honesta de todos. Contrariada porque alguien de un lugar tan "chiqui" pudiera optar por su ciudad me dijo "o que tu tá fazendo aqui!?" Pues eso mismo digo yo hija mía...

Inmigrante II

Yo era inmigrante por mi colección de noes diarios:

NO puede abrirse una cuenta en el banco de Brasil porque NO es suficiente la garantía de ingresos que usted nos muestra. NO puede abrirse una cuenta en el banco Santander, una filial de su propio país, porque NO tiene el carné fiscal aunque nos traiga el comprobante de adjudicación del número que le ha costado también lo suyo conseguir. NO pude hacerse la cuenta aunque haya esperado una semana a volver con el carné porque NO tiene un justificante de residencia. Sigue sin poder hacerse la cuenta porque el justificante que nos ha traído NO es valido porque NO está a su nombre. Pero no está a mi nombre porque yo NO puedo alquilar una casa, entre otras cosas porque NO puedo abrir una cuenta en el banco. 

Tampoco puede cambiar de domiciliación la factura de su teléfono porque todavía NO ha llegado la factura a su antigua casa, hecho que precisamente usted quiere evitar, pero antes tiene que producirse el error para efectuar la corrección. Nuestra compañía NO lleva autobuses a donde usted quiere ir y NO sabemos quién lo haga. NO puede pagar la entrada reducida al teatro porque NO tiene usted el carné de estudiante. NO le puedo dar su carné de estudiante porque NO sé cuánto dura el curso que está usted haciendo...

La lista era más larga, pero la recolección de noes diarios no era una expresión sino una realidad contable, matemática: una media de dos cada veinticuatro horas.

El emperador Octavio

Porque en todos estos vaivenes, mi logística había cambiado y había alquilado un cuarto de una casa a compartir con la señora Ana, que trabaja todo el día, y los perros de una dueña (dueña de los perros y de la casa) que vivía en el piso de arriba y tenía una mansión para las mascotas y el resto de las sobras que éramos los inquilinos a los que nos imponía la convivencia con los cánidos por un módico precio.

La sala de mi nueva casa era amplia, llena de sillones barrocos que terminaban en un ventanal enorme con vistas a la ciudad. Se me había dicho que yo podía ir a estudiar a esa lujosa estancia incluso cuando estuviera la dueña. Descubrí que la dueña pasaba las tardes en el salón haciendo compañía a los chuchos. Que no los chuchos haciéndole compañía a ella. Porque allí el verdadero dueño de todo era Octavio, el perro salchicha. 

Por lo tanto yo tendría el salón para atardeceres, noches de estudio y buena música entre alfombras estampadas sobre las que caminar despacio, arrastrándo mi pipa, matutando, mateando mis escritos. Pero durante el día el lujo era para el emperador Octavio que paseaba sus innúmeros mantos por cojines y parqués. 

Vaciaron cuatro cajones de mi baño para dejármelo libre de los mantos del emperador Octavio. Mantitas, jerséis, impermeables, qué sé yo si gorros, babuchas, lazos o bragas. Octavio salía más de tres veces diarias a hacer sus necesidades, porque su sangre azul le había impedido ya genéticamente cagarse en casa. Además de las veces que salía al baño, también salía al veterinario, y a cualquier cosa. Yo sospechaba que a la manicura, porque le había visto unas uñas muy negras...y muy brillantes...

Y por supuesto al psicólogo. Porque Octavio ladraba mucho y era muy molesto, defecto que sus dueños habían tratado de corregir, incluso con un collar antiladrido que emitía una vibración a cada exclamación del animal. Pero no había sido una educación excesiva en mimos y cuidados la que había logrado que el perro obtuviese todo tipo de caricias y atenciones a cada ladrido emitido, sino que Octavio era emperador. Sencillamente. Y sus ladridos, secos y firmes, algo agudos debido a su reducido tamaño, eran como las palmas de un Cesar ordenando y mandando ora un banquete, ¡pronto!, ora un baño en leche de burra...

Día de difuntos

Era día de difuntos y yo había cambiado una fiesta mexicana por una obra en el teatro. Había cambiado a las calaveras por la imagen más bohemia que daba en muchos años. Llovía, y un paraguas hacía las veces de un bastón muy literario, como literarios los textos explicativos de una obra existencial... 

"Paranoia" se llamaba, producto ideal de los "actores reunidos", nombre del grupo local. Apropiado también, sin grandes pretensiones, aséptico, adaptado a la falsa modestia del teatro contemporáneo, con puesta en escena de muchos gritos y llantos de personajes que no hallan la felicidad en el mundo de la abundancia que les rodea. 

El tema era "el hombre sentado". Del mono, al homínido erguido y finalmente su nuevo descenso al mundo de la silla. El hombre ríe sentado, se enoja sentado, ama sentado, ¿cuántas horas al día pasamos sentados?, se preguntaban. Entre tanto drama gocé de veras, de hecho gocé únicamente, con las partes cómicas. 

Especialmente aquella en la que el hombre caga sentado. Los actores simularon unos baños públicos donde se hablaban anónimamente mientras hacían sus necesidades. Y así entre pedorretas intimaban desconociendo la cara al otro lado de la cabina, emulando un foro virtual. Todo muy actual: "la intimidad es una gran mierda", decían.

Cuando llegué a casa Ana la buena seguía bebiendo su mate, igual que cuando la dejé. Y yo volvía de mi noche bohemia para encontrar a esa mujer sentadita, acurrucada al calor de la cocina, chupando de la pipa del "chimarrao". Una imagen muy literaria también. Pero Ana, a la que pronto apodé de "la buena", mi nueva compañera de piso, necesitaría una presentación aparte.

Inmigrante I

En mi país el desempleo había llegado a cifras históricas. En las noticias del canal internacional escuchaba que la crisis había superado los datos de los noventa y de muchas etapas más. Tres de cada cuatro parados eran nativos y deshacían un poco el mito del inmigrante que ocupa los puestos que el nativo no quiere ocupar, y es el primero en irse a la calle. Claro que esto era matizable porque la población inmigrante no era un cuarto de la población total del país. Pero en cualquier caso, que no había trabajo era un hecho. 

Ante un panorama laboral poco alentador, el regreso a mi país tras el batacazo con la universidad, tampoco prometía. Los donantes de la beca habían aceptado mi cambio de curso, lo que suponía una formación mucho más interesante incluso, casualidades de la vida, en Desarrollo Regional Sostenible. Pero mi incursión en el mundo del marketing había durado poco y yo desplazaba mi sueño yupi por el mundo comeflores del que salí.

Hubiera regresado, pero la beca era un empleo, unos ingresos estables durante un año, además de una perspectiva de trabajar en alguna empresa local con cierta facilidad. Me había convertido en inmigrante. 

Y lo era a todos los efectos. No era el gusto, sino la necesidad, la que me mantendrían en ese lugar recóndito, perdido, feo, horetrera, sin ningún estímulo ni atractivo.

Dificultades III

No deseaba caer en los tópicos. Pero caía y caía a diario. Sabía que había una etapa inicial difícil, de adaptación, de contrastes. Y tal vez la constatación de todos los tópicos latinoamericanos debía ser un proceso obligado. No lo podía evitar. Por mucho esfuerzo que hiciera. 

De modo que me sumergía en ellos. Empapándome. Absorviendolos. Dándome un atracón de tópicos para (ojalá) purificarme. Purificación por empacho.

Además, yo había venido a eso. Al mundo de los imaginarios. El problema era que cuando yo venía mi mente ya volvía. 

Desde la infancia había observado situaciones muy concretas en la convivencia entre seres humanos que se repetían en el tiempo. Pero había una en particular que siempre me había provocado gran desconcierto y fascinación: la de la ignorancia con la experiencia. Las conversaciones entre personas emocionadas por explorar una realidad recientemente descubierta y su interacción con aquellas otras que partían de una experiencia, de un conocimiento. Siempre parcial, siempre particular y único, pero un conocimiento al fin.

Esto tiene infinidad de ejemplos. La niñez que contacta con la adolescencia; el bachiller con el el universitario; éste con el titulado; el mundo laboral... y largos etcéteras. Tal vez los primeros casos se den entre niños que creen en los reyes magos y los que ya conocen la realidad...

El nóbel suele sentir un cierto desengaño, y en ocasiones pedantería, en las palabras del experimentado. Y yo, por supuesto, también había notado esa tristeza callada, esos silencios condescendientes, en algunas charlas con grandes viajeros del nuevo continente. 

Dificultades II

Y es que me dejo llevar
de dulces palabritas de amor
y luego que me dejan plantá
me dicen con salero, perdón,
que de lo dicho no hay ná.

De lo dicho no hay ná. El día que decidí llamar a mis crónicas "la becaria inocente" debió invadirme una premonición sobrenatural. Ya no era una becaria que sufría ingenua los azotes de una cultura diferente, sino que era muy inocente por pensar siquiera en ser becaria. 

De lo dicho no hay ná. Dijo mi universidad a la semana de mi llegada, cancelando mi curso y forzándome a un cambio de posgrado, indiferente a la vinculación estricta ente mi beca y el curso original.

Yo me deshacía removiendo mar y tierra para que mi país, el financiador al fin, aceptara el cambio. Pasaba los días pendiente de la correspondencia, persiguiendo a los responsables de la universidad que escurrían el bulto de unos departamentos a otros sonriendo mucho y dándome palmaditas en la espalda sin ofrecer soluciones.

Incluso habían tenido un primer impulso inicial de culparme de una situación que en realidad habían creado ellos con falsas informaciones. Un problema de comunicación interno que habían pretendido disimular a una becaria inocente, joven y desorientada, a la que aplicar la fórmula de la jerarquía académica, del profesor frente al alumno, del adulto con el nóbel, y de mucha, mucha habilidad en la distancia corta.

"Los argentinos son difíciles de convencer" me había dicho una profesora en una conversación coloquial sobre sus vecinos. Queriendo decir en realidad "son difíciles de engañar", aludiendo a que las técnicas del trato personal no funcionaban con ellos. Pues no sabes los españoles, pensaba yo, cada vez más nacionalista que la bata de cola. 

Había montado la de dios, había escrito a todas las instancias quejándome de la falta de seriedad de una universidad (de un país) que quería abrirse al mundo sin profesionalizar su trato con ese universo al que esperaba con los brazos abiertos... y con los deberes sin hacer. Pero, aunque movía mar y tierra,  me veía con un pié de regreso a mi país. Y el otro...en el aire. 

O bailarico saloio nao tem nada que saber, é andar com um pé no ar, e outro no chao a bater. Seguiría batiéndome por mi permanencia en tercera división.

Dificultades I

Ser extranjero en Brasil era ser delincuente. Terrorista, traficante, huido de la justicia la fin.

Cuando yo había dicho que esperaba no encontrar mucha adulación al europeo, tampoco me había referido al maltrato. Y como no se contemplaba que a ese lugar se pudiera ir por placer, todo se traducía en desconfianza.

Burocracias aparte, aquellas cuyo máximo exponente se consumó el día que me emitieron una factura por un real, sufría en mis carnes todas las dificultades que experimentaban los extranjeros en mi país. Sentía diariamente la hostilidad que en su momento han de sentir los inmigrantes. Con una diferencia. Yo sí tenía dinero. Pero todos los detalles, incluso los de aquellas élites con las que también había convivido, se repetían. 

Empezando por la lengua. Una incomprensión constante cada vez que abría la boca me fatigaba. Hasta el punto de no desear hablar y pedir las cosas por signos. Lo que tampoco andaba muy lejos de esa incoherencia de género, número y norma en general en el uso del portugués. La formulación del "tu" con el tiempo verbal del "usted" hacía un "tu tá", "tu vem", muy próximo al "yo querer esto" y poco más. 

Cualquier interacción con un nativo era una sorpresa para éste. Desde lo anecdótico a lo desagradable. Desde la anécdota, que tenía a todo tipo de comercios alrededor de mi pasaporte como moscardones divertidos, a las desagradables trabas que planteaba siempre una burocratización en extremo a la que no se ha configurado para casuísticas no nativas. 

"Pero este pasaporte, ¿dónde te lo han dado aquí en Brasil?" me preguntaba (ante mi estupefacción) una tendera cabreada porque no le coincidían los números con el documento que tenía en la mano. Buscando el número del pasaporte escribían el del carné de identidad, en la fecha de nacimiento escribían la de caducidad... A mi padre, de apellidos Merelo de Figueiredo, se habían empeñado en llamarle señor Marcelo ...de Figueiredo, por no leer el renglón de abajo donde figuraba el nombre. En fin. Un sin número de despropósitos para los que no admitían corrección alguna. 

Y una infinidad de obstáculos que me impedían la tranquilidad de los servicios básicos: no podía alquilar una casa, no podía tener una cuenta en el banco y no podía estar comunicada por un teléfono móvil. (Servicios básicos con perdón de otras eras).

Camuflaje II

En mis observaciones había concluido que había un denominador común, una constante por heptómetro cuadrado en el estado de los desfarrapados: las camisetas de los chimis locales. Equipos de fútbol a los que llamaban chimis, del inglés team, abrasileirado teames, pronunciado chimis. Ser seguidor era ser torcedor y formar parte de la torcida por el chimi.

Retorcida en hallar la fórmula de la integración, el traje de camaleón, y de pasar desapercibida como la clase media plastificada a la que resulta poco jugoso atracar, me hallaba ante un nuevo dilema: a cuál de las dos chimis torcer.

Pertenecer por herencia familiar, y posterior convicción estadística, al mejor club del mundo, hacía muy difícil la elección de cualquier otro equipo. Lo que resultaba además más sangrante a mi hemoglobina blanca era terminar vistiendo una camiseta ajena.

Yo, que me había negado siempre a la ostentación simbólica, yo que en mi vida había pisado un estadio de fútbol, yo iconoclasta del deporte, me iba a enfundar unos colores de desconocida trayectoria y más ignorado puesto en la clasificación.

Por un lado estaba el Gremio, de color azul y negro.
Su camiseta a rayas me alejaba un poco prefirindo la lisa indumentaria roja o blanca del Internacional. 
Por cuestión de nombres, el Internacional le daba un aire más abierto y afín a mi origen extranjero. 
Pero la palabra Gremio tenía a su vez una aroma a antiguo, un tono mediaval que me atraía en esos parajes donde suspiraba por un edificio anterior al S.XIX.
A su vez, el azul turquesa del Gremio era mi favorito, y había camisetas lisas negras o lisas turquesas. 
El tema del camuflaje también le daba puntos al Gremio porque sus camisetas eran más visibles por la calle y más identificables como chimis locales.
Pero la balanza se inclinaría definitivamente por un sólo dato. El escudo del Internacional parecía el símbolo de la banda terrorista ETA. Por ahí no podía pasar. Estaba decidido. Me retorcería en el Gremio.

Camuflaje I

Paseando por las calles de Portoalegre corroboré que Caxias do Sul era un oasis de seguridad y confort en medio de un país (un continente decían) de peligros y temores. Salir de la estación de Portoalegre era toparse con la misera, la pobreza recostada sobre la acera, las miradas en todas direcciones y el acecho y la alerta continua.

Mi primer día en Portoalegre, una ciudad "de peso" porque de peso eran sus edificios, al fin alguna sede de paredes macizas y altos techos, había sido un día de muesos, sí, pero de gran riesgo. Medio consciente, medio inconscientemente, había caminado por las calles más peligrosas de la ciudad. Hasta el punto en que decidí subirme a un taxi cuyo taxista aseguró haberme recogido en el centro neurálgico de atracos y agresiones.

Mi primer día en Portoalegre había dejado una evidencia: necesitaba un camuflaje.

Nada quedaba ya de la Indiana Jones que había aterrizado en Sao Paulo. Y aunque en mi país sabe dios que yo no era un ejemplo del bien vestir, seguía teniendo un cierto aire europeo. Insisto no por el estilo, sino por el contraste: yo no era hortera. Podía tener un gusto discutible o poco refinado, pero hortera no era. En el reino de la zapatilla y de la ropa deportiva, la plutocracia del plástico me delataba.

Dominaban también el negro y los colores oscuros. A veces caminaba por la calle jugando a encontrar a una persona con colores vivos, igual que en Caxias jugaba a encontrar una casa, una construcción arquitectónica repetida, semejante a otra.

De modo que había sido la necesidad, y no la integración snob antropológica, la que me había hecho dar con la solución: el fútbol.

Del centro al sur II

La Universidad era sin duda otro foco culpable del pomposo título, capital nacional de la cultura, responsable de los primeros intercambios estudiantiles. Aun sin saber exactamente cuánto tiempo llevaba recibiendo gente de fuera, era inevitable sentirse del grupo de pioneros extranjeros en aquel campus. Un poco antropólogo y un mucho inocente explorando tierras vírgenes de foráneos. 



Pero la sorpresa en el campus había de ser mayor: era un parque temático. Una ciudad entera con comercios y restaurantes. Al lado del departamento de relaciones internacionales había una tienda de lencería. La universidad ofrecía todo: piscina, zoo, cine, teatro y hasta bragas.

Todo se mezclaba, como la casa de la cultura, que parecía un ciber café ampliado. Y no era una impresión, sino una realidad que me había llevado a confundirla ignorando las exposiciones que había en su interior de autores nativos. Al final de la muestra una sala reunía una serie de cuatros alrededor de una temática: el himno nacional. El autor había plasmado a lo largo de diversos lienzos la cronología de las estrofas, pero a nadie se le había ocurrido pensar en observadores ignorantes de la letra y colgar el texto en paralelo. 

"Sois los primeros extranjeros que venís a la exposición" me explicaba una siempre sonriente muchacha a la que tuve cantándome el himno nacional en el centro de la sala apuntando a los cuadros a cada cambio de escenario. Un servicio interactivo de lujo. 

Ahora bien, imagínese el lector, sea cual sea su origen, plasmar su himno en una serie de lienzos y seguro que ninguno es tan bonito como los paisajes refulgentes de Brasil.

Del centro al sur I

El brasileño era un pueblo muy curioso. Y silencioso. Tenía la sensación de hablar a voces por la calle. Como los españoles en Portugal, yo sentía invadir el espacio sonoro de aquellas gentes en cada palabra, aun en portugués. La que yo consideraba una lengua silenciosa y sumisa era en Brasil un estruendo. Si me callaba tenía dificultad para captar cualquier conversación, ni lejana, ni cercana. Una impresión que permaneció inalterada en mi viaje al sur.

La sonrisa y la hospitalidad eran el escudo de Caxías do Sul. Una constante que se había vuelto tópico en los europeos que viajaban a América, la sonrisa y la hospitalidad, pero que en Caxias se matizaba, tomaba un color especial de una ciudad poco acostumbrada a los extranjeros. No era el turismo asumido el origen de aquellas bienvenidas, sino un lugar que había sido nombrado capital nacional de la cultura y que empezaba a recibir las primeras visitas inusuales.

"Oi para o passaporte deles" - compartía la oficinista de correos con su compañera - "show de bola!" - exclamaba mostrándole mis documentos como un niño con juguete nuevo. Y así el taxista, el policía, el comerciante, etcétera. Toda la población se deshacía en amabilidades. A la cabeza los conductores de unas tartanas azules, una surte de autobuses de cartón piedra que recorrían toda la ciudad de punta a punta, barrio a barrio, y que habían sido mi delicia los primeros días. 














Porque aunque Caxías fuese una ciudad nueva, de sólo ciento veinte años, y su construcción cuadriculada y extendida no mostrara ninguna huella de antiguas murallas, seguía teniendo un centro y unas afueras. Y ese centro, desarrollado y hortera, podía eclipsar una periferia pobre y desigual que hubiese pasado inadvertida de no ser por los interminables paseos que me dieron las tartanas azules.

Primeras impresiones IV

Después de tres días caminando entre rascacielos ya me había acostumbrado a ellos y empezaba a notar los matices estéticos entre unos y otros. Al final se encuentra la belleza en todas partas, me decía, y yo acababa de hallarla en mis movimientos de cuello hacia arriba. Decidí coleccionar fotografías de estas creaciones arquitectónicas desnucadoras y hallé un verdadero entretenimiento en mis paseos.

Me había topado ya con mis primeras necesidades, aquellas que me harían pedir un envío a mi país de origen y esperar con ansiedad el paquete remontándome a siglos anteriores de encargos a la metrópoli. Y no es que Sao Paulo no fuera en el siglo XXI una gran metrópoli, es que había decidido suprimir los desodorentes clásicos y sucumbir al falso progreso de los "antitranspirantes", variedad que que había salido al mercado con posterioridad. Se trataba de un producto que impedía la sudoración y del que después se comprobaría su relación con el cáncer de mama y demás dificultades derivadas de someter al cuerpo a una disciplina antinatural.

No, Sao Paulo estaba a la última. Aunque yo tuviera que encargar una caja llena de desodorantes a Europa, Sao paulo no era un pueblo atrasado y maloliento. Tanto así que la farmacéutica me había dicho que hasta los desodorantes infantiles eran antitranspirantes y que me iba a ser muy difícil encontrar uno que no lo fuera. ¿Los desodorantes infantiles? No sabía si me sorprendía más descubrir que existían estos ungüentos para menores o si me aterraba la idea de aplicar este veneno a las criaturas.

La farmacéutica observó mi desconcierto entretenida pero indiferente. O mejor que farmacéutica debiera decir la dependienta de la "droga raya", que así se llamaban estos establecimientos. Y no es de extrañar teniendo en cuenta lo insano de sus productos. 













Pero no dejaba de sorprender, la primera impresión era que la legalización de todo tipo de estupefacientes ya había llegado a Brasil... ¡y de qué manera se había institucionalizado!

Primeras impresiones III

Desafortunadamente, además de las curiosidades, estaba también el contacto con las primeras dificultades. Y entonces me llenaba de ácido sarcástico para explicar un problema al que empezaba a coger verdadera inquina y me tenía en un sinvivir: las rayas.

Empezaba a creer que eran una cuestión de estética urbana. Los pasos de peatones se resumían a unas líneas pintadas en el suelo, quizás por acabar con la monotonía gris del asfalto. Ser conductor en esa ciudad debía ser un gran placer pues poco parecían importar unas manchas blancas que alguien había esparcido por ahí. Los conductores sólo hacían caso a los semáforos para evitar choques entre vehículos. Pero en ausencia de semáforos, el paso de peatón era una excentricidad estética de pintores urbanos.
Por su parte los peatones ignoraban también a los semáforos, que tardaban eternidades en ponerse en verde, lanzándose al vacio en un cálculo peligroso de los movimientos de los vehículos en 360 grados alrededor. Salir a la calle, cruzarse con una nueva intersección, era un encuentro con la predicción, la psicología, los intermitentes (los verdaderos, los falsos y los ausentes), la combinación de colores de los semáforos de cuatro direcciones distintas... y mucho, mucho valor.

Otras rayas menos problemáticas eran las de los andenes del metro que indicaban el lugar de las puertas de los vagones y que alineaban a los viajeros a la espera del siguiente tren ...que nunca dejaba los accesos a la altura de las pintadas. Eso sí, un adorno muy bonito y una disciplina cívica muy curiosa formarse para tomar al suburbano.

Primeras impresiones II

Me dedicaba a darme baños de abundancia. Y así, en mis paseos por el mercado y el centro de la ciudad me iba topando con las dificultades y las curiosidades de lo desconocido, de lo ajeno:

Curiosas eran las plataformas de los zapatos de las señoras, curioso el trato a los perros, una especie privilegiada a la que poner mantitas, coletas, llevar al spá canino, fitnes, psicólogo y un sin fin de cuidados. Abundaban estas mascotas, a la gente le gustaban. Era una ciudad de perros.

Cuirosas eran también las bicicletas. Me deleitaba con los modelos que veía por la calle. Había de dos tipos, la bicileta curranta que podía captar con mi cámara fotográfica porque generalemente esperaba un encargo que transportar en sus cestas a la entrada de algún comercio; y luego las biciletas de los ociosos, que pasaban demasiado deprisa y no me daba tiempo a recoger en imágeneas el desfile de los últimos gritos de la industria ciclista.

Coleccionaba también puestos de policía. A cada paso me encontraba una nueva sede ambulante de los guardias de la seguridad pública que tenían desde el puesto de churros, al puesto de helados, el de vigilancia de la playa...


Primeras impresiones I

Y con todo Indiana Jones había aterrizado en el nuevo mundo. Una riñonera de la marca Coronel Tapioca, una cámara de fotos colgando también de la cintura y una chaqueta de cuero con muchos bolsillos daban el tipo. Aun consciente de mi apariencia extranjera había optado por la comodidad ante la cantidad de bultos que llevaba conmigo. Pocos para un viaje de un año, me enorgullecía de no llevar los baúles de una marquesa, pero suficientes. No faltaba ni la anécdota de los pedidos de última hora que me había tenido poco antes de subirme al avión detrás de una plancha.

Pero la turista ingénua pronto habría de despojarse de su atuendo explorador y dejar sólo la chaqueta con muchos bolsillos, donde guardar la cámara y el resto del contenido de la riñonera, ante lo provocativo de su aspecto. Y así, lanzarse al primer día de la selva paulista, una jornada que se presentó un baño de lo que había venido a buscar a América Latina: huipiles y comida rica.

En el bien llamado "Pavilhao da Creatividade" me dí un baño de textiles y cerámicas del Perú, México, Bolivia, Venezuela y compañía; un atracón del arte indígena que tanto me emocionaba. El "Momorial de América Latina", de feas y grises instalaciones, ofrecía en cambio un colorido contenido tras la puerta del pabellón de la creatividad.
Si eso era lo más cercano a una exposición antropológica que tenía la ciudad más productiva de Brasil, era poco. Pero había saciado mis ilusiones para ser un primer día y ahora sólo me quedaba ver indios de verdad. Con toda la artificialidad de traer al centro urbano un festival de pueblos de todos los rincones del estado, aquellos puestos ofrecían la característica que conmociona a los europeos: la abundancia.
No es la calidad de sus productos, ni lo desconocido que puedan llegar a ser. En el mundo actual la globalización ha llevado al indio con taparrabos y sus artesanías a todos los ricones del planeta, desde las grandes exposiciones de élites urbanas a la calle más concurrida de Benidorm.

Contando los días III

Brasil era el país de las burocracias, qué duda cabía. Después de veinte días había conseguido mi sello en el Ministerio de Exteriores y mi visado correspondiente en el Consulado. Pero eso había sido sólo el principio de lo que estaba por venir. Aún en suelo europeo la compañía de vuelos brasileña me había obligado a utilizar todos los medios tecnológicos posibles para comprar el billete de avión. Lo que empezó siendo una reserva telefónica terminó en una venta que tocó todos los palos. En primer lugar se me indicó que daría mi número de cuenta por teléfono. Perfecto, de casa al aeropuerto pensé yo, ingenua de mí, becaria inocente.

"Le mandaremos un mail al que usted contestará con sus datos bancarios", me informaba la señorita al otro lado de la línea. En fin, no me dejaban dar los datos por teléfono, pero seguía sin salir de casa. Contesté al susodicho mail, que tuvo a su vez otra respuesta: un segundo correo que debía imprimir y mandar por fax. Lo que suponía que ya tenía que utilizar todos los medios informático-electrónicos posibles de la actualidad: teléfono, mail, impresora y fax. Sólo me faltaba el escáner. En realidad lo que sólo me faltó fue ir en persona a la ventanilla del aeropuerto (sumando coche, autobús y metro a la operación), cosa a la que terminé obligada ante los fallos supuestos de mi tarjeta o del recepcionista de la aerolínea.

Finalmente, entre estrés y estrés burocrático, organizaba mi despedida en un hammam céntrico con los amigos. El adiós a mi familia no había estado exento de lágrimas y de un sentimiento de "migrante" algo contradictorio, pues no era la necesidad extrema la que me alejaba de mi tierra, por lo que parecía anulada la licencia para la tristeza, pero tampoco podía evitar ese espíritu de "adios ríos, adios fontes".

Contando los días II

"Deja algo en abierto. No dejes todo cerrado" -me había aconsejado una amistad en mi afán por terminarlo todo. Hacía tiempo que arrastraba un compromiso de dejar las cosas listas para mi muerte, pues así veía yo mi subida a un avión, un encuentro con la muerte, al que debía acudir limpia y ligera de todo tipo de deudas para no sufrir en aquella máquina infernal y encomendarme a la suerte, libre, sin temores, sin culpas y sin remordimientos.

En cambio aquella frase me había hecho reflexionar y yo apuraba mis últimos días previos al viaje constatando la cantidad de cosas que dejaba en abierto. Ya había logrado el sello del Ministerio de Exteriores y en diez días me darían mi visado. Quedaba poco tiempo para la partida.

Pero quedaba en abierto mi proyecto de desarrollo rural integrado. Pomposo nombre para la empresa a la que había bautizado con el eslógan "vivir del aire" en mis investigaciones para "plantar" molinos de viento por doquier. Un cuento de la lechera que incluía la agricultura cerealística, una granja escuela para formación ecológico forestal, una explotación ovícola y un sin fin de produtos del ruralismo "new age" que yo iba a inaugurar.

No quedaban en abierto más proyectos profesionales. En la rama del periodismo, la prensa local había demostrado ser una aburrida explotación; y en la de la antropología varios años de convivencia directa y diaria con el pensamiento y las costumbres de los pueblos me habían acercado mucho más de lo que parecía a la experiencia emic-etic. "¿Para qué viajar al tercer mundo si ya lo tenemos aquí?" me solía repetir ante mis frustraciones con burocracias y ritmos de la provincia.

No quedaban proyectos profesionales pero sí una abuelita muy maltrecha que podía frustrar mis proyectos de exploración colonial y hacerme volver por navidades.

Contando los días I

Pasaba los días actualizándome con América Latina. Me había configurado mis herramientas informáticas para amanecer directamente con noticias de ese continente. Husmeaba también en los comentarios de los lectores y sólo hallaba argentinos y mexicanos odiando a sus conquistadores. Me empezaba a indigestar un poco tanto resentimiento. Claro que yo iba a Brasil. Pero mi doble nacionalidad española y portuguesa seguía siendo una bomba en estos parajes.

Ya había experimentado en mis carnes el rechazo constante. Las bromas, las burlas, las ironías, a veces hasta el insulto (pero siempre, siempre la admiración contenida). Me odiaban en Portugal por la parte española, en América por lo mismo; y por nacer en el centro de la península, los de la periferia de mi propio país. Sólo me quedaba por descubrir la reacción de los brasileños como representante de su antigua colonia. Yo sospechaba, y deseaba profundamente que fuera un caso distinto, porque no iba acompañado de sentimiento de inferioridad como en los anteriores. Brasil no tenía ningún complejo con Portugal. Pero quedaba por ver cómo funcionaba el factor "Europa".

Mientras tanto los Ministerios se dedicaban a mandarme cartas que no necesitaba. El de Trabajo y Asuntos Sociales me enviaba el resumen de mi vida laboral actualizado. Viendo aquella lista delante de mis manos nadie dudaba de que había que hacer las américas. Por muy malo que fuese el resultado seguro que superaba a la maquila, el telepizza, el puesto de golosinas y demás ocupaciones similares. Por descontado que en esos casos el mileurismo era un sueño.

Primeros pasos IV

En el consulado daban la vez a todos por igual, pero una vez dentro se notaba el tema de los escalones y los españoles, segregados del resto de los brasileños, esperábamos el turno para nuestro ticket especial (yo era la segunda habiendo llegado de las últimas a la marea humana) observando el hacinamiento desde una barandilla superior, aguardando nuestro pase a una estancia aún más elevada de trato individualizado y sonriente.

Mucho sonrió mi interlocutora al ver el logotipo del Ministerio del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, oh casualidad, en el aval económico que presentaba para mi solicitud. Curioso que esa entidad emita un documento concediéndome una beca sin saber si tengo o no antecedentes penales, sin tener mi proceso de legalización concluido.

Contrariedades aparte, también sonrió mucho con mi carta de invitación de la universidad brasileña. Comprobó sorprendida cómo tenía la firma reconocida por notario. Entonces yo empecé a recoger los frutos de ese intercambio real en el que se empiezan a descifrar matices y entender por qué tanto empeño de Vinicius de Morais en una de sus canciones para que le firmaran "con cartório do céu: Deus. E com firma reconhecida!" Debe ser una práctica muy común.

De modo que yo era muito legal, y claro que me podían dar un visado por un año. Porque la generosa suma mensual de la beca garantizaba mi estancia sin necesidad de hurgar en mi historial bancario. Y además porque yo iba a hacer una postgraduación por lo que ya era una persona formada y se me aplicaban otros requisitos. Al parecer tampoco es lo mismo ser un estudiante de tres al cuarto. Había olvidado otro de los escalones, el de los licenciados…

Pero el que juega arriesga. Y la becaria insolente se llevó el mismo sopapo que se llevaban los del piso de abajo cuando no presentan todos los papeles a la administración: Sin el sello del Ministerio de Exteriores el documento no estaba completo.

Retomé mi procesión, mi viacrucis particular. Había decidido que un taxi me llevara al exteriorizado ministerio. Sabiendo que todo se trataba de datos que pertenecían al Estado me preguntaba por qué no era posible que estas informaciones se pasasen de forma interna sin hacernos transportar papeles de una sede a otra mendigando sellos. Es el debate de la privacidad, de la protección de la intimidad del individuo frente a la agilización de trámites y al flujo de datos, me decía mientras daba vueltas en un taxi que nunca llegaba. ¡Por mí que me vean en bragas! ¡Al carajo mi intimidad si pudiera acudir a un solo lugar en una sola ocasión!

Llegué y me bajé al lado de todos los taxis tomados por resto de visitantes que habían optado por la misma solución. Parecía el aeropuerto o un evento diplomático, un desfile de vehículos privados. Ni rastro del transporte público. Todo el que pretendiese salir al exterior que fuese practicando técnicas viajeras encontrando antes el ministerio perdido.

“Sin cita previa no tiene usted nada que hacer” sentenció tajante el vigilante de seguridad. No hubo contestación posible. La cita solo se daba por internet y ya podía yo venir del Ministerio de Justicia o de la madre que me parió.

Concluían ahí mis tres días de reclutamiento reducidos a las bondades de un sistema electrónico que terminaría dándome una cita para finalizar mi legalización una semana después. Muerta de hambre y desvelada me volví pa mi terruño. Sin visado y sin hilaaaaaaaaacho.

Primeros pasos III

Si Barley llevaba trás sí un bagaje académico que se disponía a corroborar en la práctica con sus dowayos, el mío era uno más modesto. Teoría también, pero la del mundo que me rodeaba, la de las vaguedades, la de las generalidades, la de los tópicos, la de los clásicos, la de los estereotipos, la de las modas. En fin, yo me había propuesto hacer de la experiencia un auténtico intercambio. Conocer distintas realidades, la mirada del otro, enriquecerse con la diferencia y todos los sinónimos de empatía y vanguardia mental que se estilaban entre mis contemporáneos.


Pero pretendía hacerlo a mi manera. Me cansaba el eterno discurso del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. De la superioridad de unos y la supuesta inferioridad de otros. De todos los supuestos en realidad, incluso de los que pregonaban la igualdad y la comprensión de los pueblos. Me tropezaba ya en estos escalones de subida y bajada, en la que los de arriba querían ser los de abajo, los de abajo ser los de arriba, pero desde abajo…


Intentaba hallar algo de pureza en medio de todas las idolatrías mutuas, que en realidad encontraba ya superficiales e hipócritas. Hacía tiempo que arrastraba mi insistencia en completar mis años académicos en América, en los países del supuesto “necesita mejorar”. Quería ponerme en su piel, imitarlos, ser su reflejo en todas sus facetas: empezando por aquella que se deshacía pensando en una formación europea. Yo anhelaba una especialización americana. Y así también me iba despojando de los tópicos de aquí: no deseaba ver la pobreza y la desigualdad del mundo. Yo quería ver el progreso de aquellas tierras, sus mejores universidades, el desarrollo de sus ciudades...

Quería cambiar los roles. Pero hacerlo con humor, sin grandes pretensiones, porque no dejaba de ser una becaria inocente que al permitirse burlarse de los sueños e imaginarios de unos y otros desde su acomodada situación podía convertirse en una becaria ingenua, o mejor, en la becaria insolente.

Además este humor me había funcionado el primer día. El día en que ignoré a la funcionaria después de librarme de los meninos consulares y me abalancé sobre la ventanilla saltando entre los carros de los bebés y aprovechando el descuido de los hacinados. Me fui de allí con la información de cómo pedir un visado sin tener que esperar mi turno. “A la americana”, me dije tan contenta al salir.

Así que me disponía a seguir con mi rol, aquel que aunque era políticamente incorrecto reconocer, yo había comprobado infinidad de veces. Me presentaría el tercer día de mi acuartelamiento mafioso sin el sello del Ministerio de Exteriores, con todos los papeles, incluido el certificado de antecedentes penales del Ministerio de Justicia, pero sin el paso final. Podía funcionar. Por qué no probar una documentación incompleta y un “no sea malo, ándele a ver si lo podemos solucionar de alguna manera”.

Primeros pasos II

La primera mañana la emplearía en solicitar en el Ministerio de Justicia, concretamente en el departamento de "Penados y Rebeldes" la constatación de mi ausencia de pecado en lo primero, en lo segundo mejor ni preguntar. Veinticuatro horas justas tardaba la comprobación por lo que eliminaba la posibilidad de obtener un famoso tiket del super(consulado) para el segundo día y dejar el asunto zanjado. Habría que usar una tercera mañana. Pero la locura iba a empezar en la recogida de mis antecedentes penales en el Ministeior de Justicia.

“Aquí tiene usted su documento. Ahora tiene que ir al Ministerio de Exteriores y Cooperación a continuar su lealización”. ¿A continuar mi legalización?- exclamé con sorpresa ante la cara impasible de la funcionaria que asintió sin pronunciar una palabra más. Le repetí la pregunta con cierta sorna, pero no excesiva para que no lo notase y no se enfadara pues no hay nada peor que un funcionario molesto. “Entonces yo voy al Ministerio, llamo a la puerta y con este papel en la mano les digo: señores quiero continuar mi legalización”. No obtuve más explicación que un repetida afirmación monosilábica.

Salí de allí sumida en la consternación. Pero si yo no he hecho nada, me repetía atónita camino del metro. Era el acabose, el asunto había dado una vuelta de tuerca, un giro de ciento ochenta grados. La presunción de inocencia caía definitivamente fulminada. Si ya el “no constan” de aquel documento dejaba la duda en el aire, de pronto yo había pasado de no tener antecedentes penales a vivir en un estado de legalización inconcluso.

No me quiero ni imaginar qué hubiera sido de tener antecedentes. Me pregunto qué será de aquellas personas cuyos deslices adolescentes en una noche de alcohol manchen su historial para siempre. ¿Cuántos Ministerios tendrán que recorrer? ¿Obtendrán algún visado? ¿Podrán viajar alguna vez en su vida? En estos pensamientos me encaminaba al Ministerio de Exteriores.


Al Ministerio de Exteriores y tanto. Está tan al exterior, tan a las afueras, que los vecinos de esa zona norte de Madrid ya se han acostumbrado a contestar por la calle Serrano Núñez, bajando mucho, llegando a una glorieta, atravesando la M-30 mire usté y por allí ya pregunte otra vez. Desistí. Ni siquiera se vislumbraba en el horizonte después de veinte minutos andando. No llegaría a tiempo para esos horarios que son como las minifaldas: ya van por la prenda cinturón. Antes se abría sobre las nueve y cerraba sobre las dos. Esas eran las cifras aceptadas y con las que todos los exclavos de las oficinas contábamos. Pero de un tiempo a esta parte la atención al público se ha acortado unos centímetros por arriba y otro tanto por abajo dejándo de diez a una la franja en la que se debe morir en el nomadismo desenfrenado que obliga además a pernoctar tres jornadas en busca de la operatividad de esas tres horas diarias.

Primeros pasos I

Creo que es el momento oportuno para iniciar el relato de estas andanzas antes de haber pisado suelo, pues como El Antropólogo Inocente, hay un periplo previo que no puede ser omitido y yo me propongo asimilar sus pasos a los míos y tal vez demostrar cómo las cosas no han cambiado tanto desde que Barley se fuera con los dowayos africanos en 1978 y los obstáculos que aún hay que superar tres décadas después.



Me refiero, evidentemente, a todo el proceso burocrático previo a la partida que retuvo y entretuvo a nuestro antropólogo y a esta becaria inocente con sus homólogos mareos.



El consulado de Brasil ha de ser una extensión del país, por lo que me cuentan mis informantes. Una primera visita descubre que los famosos "meninos", una especie de chicos de los recados, también operan en este tipo de sedes. Y te ofrecen información y tramitaciones legislativas como camellos, abordándote: tengo nacionalizaciones, tengo traducciones juradas, certificados de nacimiento, declaraciones de residencia...



Información para solicitar un visado es todo lo que necesito y se apartan desilusionados dando paso a una funcionaria que atiende a una mujer sentada y desganada en la sala de espera. Parece un campamento de la Cruz Roja, con gente hacinada aguardando durante horas, meneando carritos de bebés, apoyados en las paredes, en el suelo... Todo porque el sistema de pedir citas consiste en que a las siete de la mañana se reparte a una marea de personas los tickets del supermercado sin los que uno no tiene derecho a entrar para pasar el día ahí metido esperando su turno.



La documentación requerida no presentaba excesivo problema a pesar de tener que garantizar la manutención económica durante el periodo del visado y tener que marear un poco al órgano concesor de la beca para que emitiera el aval necesario. Se sumaban también las cartas de invitación del país de origen y demás documentos de una política que se dice parte de la revancha por el trato que reciben los brasileños en los países “desarrollados”. Pero el problema se planteó con el certificado de antecedentes penales.



¿Qué problema? -se preguntaría un persona de impoluto expediente. Nada más lejos de la realidad que se avecinaba poniendo en jaque a más de un ministerio e improvisando un campamento mafioso en la capital. Con camiseta de tirantes blanca, interior, como los capos acuartelados, malcomiendo y mucho sudando (por desgracia también escuchando los muertos del mundo exterior en el accidente de Barajas) ocupé el apartamento de unos amigos durante el espacio de tres días con el único propósito de obtener mi certificado de antecedentes penales, en otras palabras de justificar una cosa inexistente, y solicitar así el visado en el Consulado. Un atrincheramiento determinado a no salir de aquella urbe sin mis papeles.