Camuflaje II

En mis observaciones había concluido que había un denominador común, una constante por heptómetro cuadrado en el estado de los desfarrapados: las camisetas de los chimis locales. Equipos de fútbol a los que llamaban chimis, del inglés team, abrasileirado teames, pronunciado chimis. Ser seguidor era ser torcedor y formar parte de la torcida por el chimi.

Retorcida en hallar la fórmula de la integración, el traje de camaleón, y de pasar desapercibida como la clase media plastificada a la que resulta poco jugoso atracar, me hallaba ante un nuevo dilema: a cuál de las dos chimis torcer.

Pertenecer por herencia familiar, y posterior convicción estadística, al mejor club del mundo, hacía muy difícil la elección de cualquier otro equipo. Lo que resultaba además más sangrante a mi hemoglobina blanca era terminar vistiendo una camiseta ajena.

Yo, que me había negado siempre a la ostentación simbólica, yo que en mi vida había pisado un estadio de fútbol, yo iconoclasta del deporte, me iba a enfundar unos colores de desconocida trayectoria y más ignorado puesto en la clasificación.

Por un lado estaba el Gremio, de color azul y negro.
Su camiseta a rayas me alejaba un poco prefirindo la lisa indumentaria roja o blanca del Internacional. 
Por cuestión de nombres, el Internacional le daba un aire más abierto y afín a mi origen extranjero. 
Pero la palabra Gremio tenía a su vez una aroma a antiguo, un tono mediaval que me atraía en esos parajes donde suspiraba por un edificio anterior al S.XIX.
A su vez, el azul turquesa del Gremio era mi favorito, y había camisetas lisas negras o lisas turquesas. 
El tema del camuflaje también le daba puntos al Gremio porque sus camisetas eran más visibles por la calle y más identificables como chimis locales.
Pero la balanza se inclinaría definitivamente por un sólo dato. El escudo del Internacional parecía el símbolo de la banda terrorista ETA. Por ahí no podía pasar. Estaba decidido. Me retorcería en el Gremio.