Portugués de tanga I

Yo había leído en alguna ocasión ciertas teorías lingüísticas que asociaban a los pueblos con las características de su lenguaje. Como toda teoría social, pronto cuestionada y superada. Pero me preguntaba qué dirían sus formuladores sobre el pueblo brasileño. Un pueblo vebófogo.

Aunque en realidad no se trataba exactamente de comerse todos los tiempos verbales, sino de simplificarlos y llevarlos a su mínima expresión. Un portugués de tanga.

La utilización de los gerundios, bien conocida por todos, podía ser engañosa. Los "estou indo", "estou fazendo", "estou chegando" y compañía, por todos usados hasta para la imitación y la caricaturización de los brasileños, ocultaban una realidad mucho más simplificadora: el abuso de los verbos auxiliares, reducidos a tres o cuatro, y un ahorro en formulación de tiempos.

El futuro se substituía en general por el presente. Presente simple. Un recurso utilizado en otras lenguas latinas, pero que en Brasil era la norma. Lo contrario, la excepción. "E ai eu faço"."E ai eu vou". "E ai eu venho". Ayudado por el "e ai", cuando tal situación se dé, yo hago esto o yo hago lo otro. Nada de yo haré, ni de yo puede que haga. Nada de pensar en subjuntivos.

En realidad todo simple. Presente simple y pasado simple. El pasado, siempre simple, formulado en perífrasis para reducirlo a un verbo (en realidad a una lista mínima de verbos) más el infinitivo deseado. "Falei para trazer". "Falei para comprar". "Falei para todo". Todo tipo de interacción con otro ser humano producida en un pasado se resumía a un "falei". Por lo tanto quedaban excluídos el resto de verbos del pedí, conversé, comenté, pregunté, ... "induje", "sugerí" impensables. Ni siquiera el "dije". Pronunciar "dije" era ser interrogado. ¡Era una realidad empírica que la emisión de cualquier otro verbo era completamente desconocida e incomprendida! "Eu disse...","Oi?", "Eu falei", "Ah".

Conspiración en palacio

Estaban intentando envenenar al emperador. A sus más de cuatro décadas del calendario humano, Octavio ya había sufrido una operación de próstata que le mantenía aún en grandes y prolongados tratamientos. Pero una conspiración se tejía en palacio, que antes o después daría sus frutos, quién sabe si demasiado tarde para esas uñitas negras y brillantes...

Algo se cocía en los fogones de aquella mansión. A media tarde llegué y me encontré a la dueña en la cocina dándole un par de jeringuillas de un líquido rosado. Antibiótico, me dijo que era, mientras le abría la boca y le enchufaba el mejunje al fondo de la tráquea. El emperador tosía atragantado y resignado. Con la misma paciencia recibía el masaje en el cuello de unas manos pulcras, blancas como la cal, que se le ceñían a la garganta, quién sabe si con más oscuros pensamientos...

Por la noche, el emperador descansaba en el gran diván que ocupaba toda la estancia destinado exclusivamente a su rollizas posaderas mientras la señora Ana y yo conversábamos en nuestros taburetes. Habíamos comenzado a intimar, precisamente a causa del Emperador, que entre sus múltiples cualidades no contaba con la del entendimiento del lenguaje humano, y finalmente Ana había encontrado en mí la complicidad anhelada para desahogar tanto abuso de trato.

"No es ningún niño", me decía, "para colmarlo de tantos cuidados". Eran ellas las que le enfermaban con tanto potingue. Una inocente afirmación que podía ocultar otros significados. Pero la conversación se detuvo. Estando en estas palabras se oyó la puerta y madre e hija emergieron del fondo del pasillo. Venían a darle la última dosis del día, pero, apareciendo a esas horas por la puerta secundaria, de lo oscuro de la despensa, parecían salidas de pasadizos secretos como en las grandes mansiones. 

Y he aquí cuando la dueña se acercó a Ana que observaba callada desde su asiento cómo la hija movía vasos y líquidos preparando jeringuillas. Se encorvó la dueña y con la voz queda y con los codos pegados al cuerpo, sacó una cápsula negra como el carbón que abrió delante de Ana. Cayeron unos polvos que mancharon de inmediato el fondo del vaso de un gris oscuro. "¿Ves?" -le enseñaba- "le das esto por la mañana antes de irte". 

Y entonces recordé a Livia, de "Yo, Claudio", la gran matriarca de toda una saga de emperadores. Entre sus incontables "orientaciones" a la política romana contaban varios asesinatos. Uno de ellos, lento y perfecto, en pretendidas curas a un enfermo.

Yo recordé a la gran Livia, y la dueña, aún sin presentación formal en estos relatos, una señora educada, preocupada y ocupada, con el bienestar de todo lo que le rodeaba, se llamaba Lilia. Y el polvo negro como el carbón que cayó al fondo del vaso también era negro... como el cianuro.

Inmigrante III

En portugués existe la expresión "dar graxa" que literalmente significaría untar aceite, aunque en realidad quiere decir adular, hacer la pelota. Untar de adulaciones. Pues bien, el portugués utiliza esa técnica, igual que el español y que muchos otros pueblos, por una cuestión formal, por convención, porque así se cree educado, en fin. El brasileño lo usa para ocultar su incompetencia. 
Ante una pregunta de respuesta ignorada, o ante un nuevo NO y mi consiguiente estupefacción, el brasileño miraba al vacío, o a la pantalla de su muy avanzado e inútil sistema informático, produciéndose el siguiente diálogo:

-Uf, abrir una cuenta en este banco. ¿Pero tiene todos estos papeles?
-Si, hoy lo he traído todo.
-Ah, pero le falta este.
-Ah, pero es la tercera vez que vengo porque siempre se inventan un papel nuevo. ¡Díganme de una vez qué tengo que traer!
-Aaaaaaaa...mmmmmmmm. ¿Y de dónde viene? ¿De España? Debe ser lindo allí.

¡Lo había descubierto! ¡Lo había corroborado! No es que yo me hubiese cansado de una admiración a Europa que ya conocía y esperaba, incluso antes de venir. Es que mi país era lindo, legal y hasta "chiqui" cuando surgían las dificultades, como respuesta a mi indignación. Porque a esas alturas ya había cambiado la tolerancia y la compresión por la indignación y el cansancio después de las cantidades ingentes de "noes" que me metía a diario. Llevaba ya una dosis de caballo en el cuerpo como para reaccionar con compresión a su mirada perdida, a su bobalicona sonrisa, y, compartiendo su éxtasis, responder "sí, lindísimo". 

Tu puta madre también ha de ser muy linda, pero no me te inventes más papeles y hazme lo que te pido de una vez. Un pensamiento así me unía con la naturaleza del inmigrante, que se arrastra y desgasta de ventanilla en ventanilla, de mostrador en mostrador...

Hubo una que en su sorpresa fue la más espontánea y honesta de todos. Contrariada porque alguien de un lugar tan "chiqui" pudiera optar por su ciudad me dijo "o que tu tá fazendo aqui!?" Pues eso mismo digo yo hija mía...

Inmigrante II

Yo era inmigrante por mi colección de noes diarios:

NO puede abrirse una cuenta en el banco de Brasil porque NO es suficiente la garantía de ingresos que usted nos muestra. NO puede abrirse una cuenta en el banco Santander, una filial de su propio país, porque NO tiene el carné fiscal aunque nos traiga el comprobante de adjudicación del número que le ha costado también lo suyo conseguir. NO pude hacerse la cuenta aunque haya esperado una semana a volver con el carné porque NO tiene un justificante de residencia. Sigue sin poder hacerse la cuenta porque el justificante que nos ha traído NO es valido porque NO está a su nombre. Pero no está a mi nombre porque yo NO puedo alquilar una casa, entre otras cosas porque NO puedo abrir una cuenta en el banco. 

Tampoco puede cambiar de domiciliación la factura de su teléfono porque todavía NO ha llegado la factura a su antigua casa, hecho que precisamente usted quiere evitar, pero antes tiene que producirse el error para efectuar la corrección. Nuestra compañía NO lleva autobuses a donde usted quiere ir y NO sabemos quién lo haga. NO puede pagar la entrada reducida al teatro porque NO tiene usted el carné de estudiante. NO le puedo dar su carné de estudiante porque NO sé cuánto dura el curso que está usted haciendo...

La lista era más larga, pero la recolección de noes diarios no era una expresión sino una realidad contable, matemática: una media de dos cada veinticuatro horas.

El emperador Octavio

Porque en todos estos vaivenes, mi logística había cambiado y había alquilado un cuarto de una casa a compartir con la señora Ana, que trabaja todo el día, y los perros de una dueña (dueña de los perros y de la casa) que vivía en el piso de arriba y tenía una mansión para las mascotas y el resto de las sobras que éramos los inquilinos a los que nos imponía la convivencia con los cánidos por un módico precio.

La sala de mi nueva casa era amplia, llena de sillones barrocos que terminaban en un ventanal enorme con vistas a la ciudad. Se me había dicho que yo podía ir a estudiar a esa lujosa estancia incluso cuando estuviera la dueña. Descubrí que la dueña pasaba las tardes en el salón haciendo compañía a los chuchos. Que no los chuchos haciéndole compañía a ella. Porque allí el verdadero dueño de todo era Octavio, el perro salchicha. 

Por lo tanto yo tendría el salón para atardeceres, noches de estudio y buena música entre alfombras estampadas sobre las que caminar despacio, arrastrándo mi pipa, matutando, mateando mis escritos. Pero durante el día el lujo era para el emperador Octavio que paseaba sus innúmeros mantos por cojines y parqués. 

Vaciaron cuatro cajones de mi baño para dejármelo libre de los mantos del emperador Octavio. Mantitas, jerséis, impermeables, qué sé yo si gorros, babuchas, lazos o bragas. Octavio salía más de tres veces diarias a hacer sus necesidades, porque su sangre azul le había impedido ya genéticamente cagarse en casa. Además de las veces que salía al baño, también salía al veterinario, y a cualquier cosa. Yo sospechaba que a la manicura, porque le había visto unas uñas muy negras...y muy brillantes...

Y por supuesto al psicólogo. Porque Octavio ladraba mucho y era muy molesto, defecto que sus dueños habían tratado de corregir, incluso con un collar antiladrido que emitía una vibración a cada exclamación del animal. Pero no había sido una educación excesiva en mimos y cuidados la que había logrado que el perro obtuviese todo tipo de caricias y atenciones a cada ladrido emitido, sino que Octavio era emperador. Sencillamente. Y sus ladridos, secos y firmes, algo agudos debido a su reducido tamaño, eran como las palmas de un Cesar ordenando y mandando ora un banquete, ¡pronto!, ora un baño en leche de burra...

Día de difuntos

Era día de difuntos y yo había cambiado una fiesta mexicana por una obra en el teatro. Había cambiado a las calaveras por la imagen más bohemia que daba en muchos años. Llovía, y un paraguas hacía las veces de un bastón muy literario, como literarios los textos explicativos de una obra existencial... 

"Paranoia" se llamaba, producto ideal de los "actores reunidos", nombre del grupo local. Apropiado también, sin grandes pretensiones, aséptico, adaptado a la falsa modestia del teatro contemporáneo, con puesta en escena de muchos gritos y llantos de personajes que no hallan la felicidad en el mundo de la abundancia que les rodea. 

El tema era "el hombre sentado". Del mono, al homínido erguido y finalmente su nuevo descenso al mundo de la silla. El hombre ríe sentado, se enoja sentado, ama sentado, ¿cuántas horas al día pasamos sentados?, se preguntaban. Entre tanto drama gocé de veras, de hecho gocé únicamente, con las partes cómicas. 

Especialmente aquella en la que el hombre caga sentado. Los actores simularon unos baños públicos donde se hablaban anónimamente mientras hacían sus necesidades. Y así entre pedorretas intimaban desconociendo la cara al otro lado de la cabina, emulando un foro virtual. Todo muy actual: "la intimidad es una gran mierda", decían.

Cuando llegué a casa Ana la buena seguía bebiendo su mate, igual que cuando la dejé. Y yo volvía de mi noche bohemia para encontrar a esa mujer sentadita, acurrucada al calor de la cocina, chupando de la pipa del "chimarrao". Una imagen muy literaria también. Pero Ana, a la que pronto apodé de "la buena", mi nueva compañera de piso, necesitaría una presentación aparte.

Inmigrante I

En mi país el desempleo había llegado a cifras históricas. En las noticias del canal internacional escuchaba que la crisis había superado los datos de los noventa y de muchas etapas más. Tres de cada cuatro parados eran nativos y deshacían un poco el mito del inmigrante que ocupa los puestos que el nativo no quiere ocupar, y es el primero en irse a la calle. Claro que esto era matizable porque la población inmigrante no era un cuarto de la población total del país. Pero en cualquier caso, que no había trabajo era un hecho. 

Ante un panorama laboral poco alentador, el regreso a mi país tras el batacazo con la universidad, tampoco prometía. Los donantes de la beca habían aceptado mi cambio de curso, lo que suponía una formación mucho más interesante incluso, casualidades de la vida, en Desarrollo Regional Sostenible. Pero mi incursión en el mundo del marketing había durado poco y yo desplazaba mi sueño yupi por el mundo comeflores del que salí.

Hubiera regresado, pero la beca era un empleo, unos ingresos estables durante un año, además de una perspectiva de trabajar en alguna empresa local con cierta facilidad. Me había convertido en inmigrante. 

Y lo era a todos los efectos. No era el gusto, sino la necesidad, la que me mantendrían en ese lugar recóndito, perdido, feo, horetrera, sin ningún estímulo ni atractivo.