Día de difuntos

Era día de difuntos y yo había cambiado una fiesta mexicana por una obra en el teatro. Había cambiado a las calaveras por la imagen más bohemia que daba en muchos años. Llovía, y un paraguas hacía las veces de un bastón muy literario, como literarios los textos explicativos de una obra existencial... 

"Paranoia" se llamaba, producto ideal de los "actores reunidos", nombre del grupo local. Apropiado también, sin grandes pretensiones, aséptico, adaptado a la falsa modestia del teatro contemporáneo, con puesta en escena de muchos gritos y llantos de personajes que no hallan la felicidad en el mundo de la abundancia que les rodea. 

El tema era "el hombre sentado". Del mono, al homínido erguido y finalmente su nuevo descenso al mundo de la silla. El hombre ríe sentado, se enoja sentado, ama sentado, ¿cuántas horas al día pasamos sentados?, se preguntaban. Entre tanto drama gocé de veras, de hecho gocé únicamente, con las partes cómicas. 

Especialmente aquella en la que el hombre caga sentado. Los actores simularon unos baños públicos donde se hablaban anónimamente mientras hacían sus necesidades. Y así entre pedorretas intimaban desconociendo la cara al otro lado de la cabina, emulando un foro virtual. Todo muy actual: "la intimidad es una gran mierda", decían.

Cuando llegué a casa Ana la buena seguía bebiendo su mate, igual que cuando la dejé. Y yo volvía de mi noche bohemia para encontrar a esa mujer sentadita, acurrucada al calor de la cocina, chupando de la pipa del "chimarrao". Una imagen muy literaria también. Pero Ana, a la que pronto apodé de "la buena", mi nueva compañera de piso, necesitaría una presentación aparte.