Primeros pasos IV

En el consulado daban la vez a todos por igual, pero una vez dentro se notaba el tema de los escalones y los españoles, segregados del resto de los brasileños, esperábamos el turno para nuestro ticket especial (yo era la segunda habiendo llegado de las últimas a la marea humana) observando el hacinamiento desde una barandilla superior, aguardando nuestro pase a una estancia aún más elevada de trato individualizado y sonriente.

Mucho sonrió mi interlocutora al ver el logotipo del Ministerio del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, oh casualidad, en el aval económico que presentaba para mi solicitud. Curioso que esa entidad emita un documento concediéndome una beca sin saber si tengo o no antecedentes penales, sin tener mi proceso de legalización concluido.

Contrariedades aparte, también sonrió mucho con mi carta de invitación de la universidad brasileña. Comprobó sorprendida cómo tenía la firma reconocida por notario. Entonces yo empecé a recoger los frutos de ese intercambio real en el que se empiezan a descifrar matices y entender por qué tanto empeño de Vinicius de Morais en una de sus canciones para que le firmaran "con cartório do céu: Deus. E com firma reconhecida!" Debe ser una práctica muy común.

De modo que yo era muito legal, y claro que me podían dar un visado por un año. Porque la generosa suma mensual de la beca garantizaba mi estancia sin necesidad de hurgar en mi historial bancario. Y además porque yo iba a hacer una postgraduación por lo que ya era una persona formada y se me aplicaban otros requisitos. Al parecer tampoco es lo mismo ser un estudiante de tres al cuarto. Había olvidado otro de los escalones, el de los licenciados…

Pero el que juega arriesga. Y la becaria insolente se llevó el mismo sopapo que se llevaban los del piso de abajo cuando no presentan todos los papeles a la administración: Sin el sello del Ministerio de Exteriores el documento no estaba completo.

Retomé mi procesión, mi viacrucis particular. Había decidido que un taxi me llevara al exteriorizado ministerio. Sabiendo que todo se trataba de datos que pertenecían al Estado me preguntaba por qué no era posible que estas informaciones se pasasen de forma interna sin hacernos transportar papeles de una sede a otra mendigando sellos. Es el debate de la privacidad, de la protección de la intimidad del individuo frente a la agilización de trámites y al flujo de datos, me decía mientras daba vueltas en un taxi que nunca llegaba. ¡Por mí que me vean en bragas! ¡Al carajo mi intimidad si pudiera acudir a un solo lugar en una sola ocasión!

Llegué y me bajé al lado de todos los taxis tomados por resto de visitantes que habían optado por la misma solución. Parecía el aeropuerto o un evento diplomático, un desfile de vehículos privados. Ni rastro del transporte público. Todo el que pretendiese salir al exterior que fuese practicando técnicas viajeras encontrando antes el ministerio perdido.

“Sin cita previa no tiene usted nada que hacer” sentenció tajante el vigilante de seguridad. No hubo contestación posible. La cita solo se daba por internet y ya podía yo venir del Ministerio de Justicia o de la madre que me parió.

Concluían ahí mis tres días de reclutamiento reducidos a las bondades de un sistema electrónico que terminaría dándome una cita para finalizar mi legalización una semana después. Muerta de hambre y desvelada me volví pa mi terruño. Sin visado y sin hilaaaaaaaaacho.

Primeros pasos III

Si Barley llevaba trás sí un bagaje académico que se disponía a corroborar en la práctica con sus dowayos, el mío era uno más modesto. Teoría también, pero la del mundo que me rodeaba, la de las vaguedades, la de las generalidades, la de los tópicos, la de los clásicos, la de los estereotipos, la de las modas. En fin, yo me había propuesto hacer de la experiencia un auténtico intercambio. Conocer distintas realidades, la mirada del otro, enriquecerse con la diferencia y todos los sinónimos de empatía y vanguardia mental que se estilaban entre mis contemporáneos.


Pero pretendía hacerlo a mi manera. Me cansaba el eterno discurso del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. De la superioridad de unos y la supuesta inferioridad de otros. De todos los supuestos en realidad, incluso de los que pregonaban la igualdad y la comprensión de los pueblos. Me tropezaba ya en estos escalones de subida y bajada, en la que los de arriba querían ser los de abajo, los de abajo ser los de arriba, pero desde abajo…


Intentaba hallar algo de pureza en medio de todas las idolatrías mutuas, que en realidad encontraba ya superficiales e hipócritas. Hacía tiempo que arrastraba mi insistencia en completar mis años académicos en América, en los países del supuesto “necesita mejorar”. Quería ponerme en su piel, imitarlos, ser su reflejo en todas sus facetas: empezando por aquella que se deshacía pensando en una formación europea. Yo anhelaba una especialización americana. Y así también me iba despojando de los tópicos de aquí: no deseaba ver la pobreza y la desigualdad del mundo. Yo quería ver el progreso de aquellas tierras, sus mejores universidades, el desarrollo de sus ciudades...

Quería cambiar los roles. Pero hacerlo con humor, sin grandes pretensiones, porque no dejaba de ser una becaria inocente que al permitirse burlarse de los sueños e imaginarios de unos y otros desde su acomodada situación podía convertirse en una becaria ingenua, o mejor, en la becaria insolente.

Además este humor me había funcionado el primer día. El día en que ignoré a la funcionaria después de librarme de los meninos consulares y me abalancé sobre la ventanilla saltando entre los carros de los bebés y aprovechando el descuido de los hacinados. Me fui de allí con la información de cómo pedir un visado sin tener que esperar mi turno. “A la americana”, me dije tan contenta al salir.

Así que me disponía a seguir con mi rol, aquel que aunque era políticamente incorrecto reconocer, yo había comprobado infinidad de veces. Me presentaría el tercer día de mi acuartelamiento mafioso sin el sello del Ministerio de Exteriores, con todos los papeles, incluido el certificado de antecedentes penales del Ministerio de Justicia, pero sin el paso final. Podía funcionar. Por qué no probar una documentación incompleta y un “no sea malo, ándele a ver si lo podemos solucionar de alguna manera”.

Primeros pasos II

La primera mañana la emplearía en solicitar en el Ministerio de Justicia, concretamente en el departamento de "Penados y Rebeldes" la constatación de mi ausencia de pecado en lo primero, en lo segundo mejor ni preguntar. Veinticuatro horas justas tardaba la comprobación por lo que eliminaba la posibilidad de obtener un famoso tiket del super(consulado) para el segundo día y dejar el asunto zanjado. Habría que usar una tercera mañana. Pero la locura iba a empezar en la recogida de mis antecedentes penales en el Ministeior de Justicia.

“Aquí tiene usted su documento. Ahora tiene que ir al Ministerio de Exteriores y Cooperación a continuar su lealización”. ¿A continuar mi legalización?- exclamé con sorpresa ante la cara impasible de la funcionaria que asintió sin pronunciar una palabra más. Le repetí la pregunta con cierta sorna, pero no excesiva para que no lo notase y no se enfadara pues no hay nada peor que un funcionario molesto. “Entonces yo voy al Ministerio, llamo a la puerta y con este papel en la mano les digo: señores quiero continuar mi legalización”. No obtuve más explicación que un repetida afirmación monosilábica.

Salí de allí sumida en la consternación. Pero si yo no he hecho nada, me repetía atónita camino del metro. Era el acabose, el asunto había dado una vuelta de tuerca, un giro de ciento ochenta grados. La presunción de inocencia caía definitivamente fulminada. Si ya el “no constan” de aquel documento dejaba la duda en el aire, de pronto yo había pasado de no tener antecedentes penales a vivir en un estado de legalización inconcluso.

No me quiero ni imaginar qué hubiera sido de tener antecedentes. Me pregunto qué será de aquellas personas cuyos deslices adolescentes en una noche de alcohol manchen su historial para siempre. ¿Cuántos Ministerios tendrán que recorrer? ¿Obtendrán algún visado? ¿Podrán viajar alguna vez en su vida? En estos pensamientos me encaminaba al Ministerio de Exteriores.


Al Ministerio de Exteriores y tanto. Está tan al exterior, tan a las afueras, que los vecinos de esa zona norte de Madrid ya se han acostumbrado a contestar por la calle Serrano Núñez, bajando mucho, llegando a una glorieta, atravesando la M-30 mire usté y por allí ya pregunte otra vez. Desistí. Ni siquiera se vislumbraba en el horizonte después de veinte minutos andando. No llegaría a tiempo para esos horarios que son como las minifaldas: ya van por la prenda cinturón. Antes se abría sobre las nueve y cerraba sobre las dos. Esas eran las cifras aceptadas y con las que todos los exclavos de las oficinas contábamos. Pero de un tiempo a esta parte la atención al público se ha acortado unos centímetros por arriba y otro tanto por abajo dejándo de diez a una la franja en la que se debe morir en el nomadismo desenfrenado que obliga además a pernoctar tres jornadas en busca de la operatividad de esas tres horas diarias.

Primeros pasos I

Creo que es el momento oportuno para iniciar el relato de estas andanzas antes de haber pisado suelo, pues como El Antropólogo Inocente, hay un periplo previo que no puede ser omitido y yo me propongo asimilar sus pasos a los míos y tal vez demostrar cómo las cosas no han cambiado tanto desde que Barley se fuera con los dowayos africanos en 1978 y los obstáculos que aún hay que superar tres décadas después.



Me refiero, evidentemente, a todo el proceso burocrático previo a la partida que retuvo y entretuvo a nuestro antropólogo y a esta becaria inocente con sus homólogos mareos.



El consulado de Brasil ha de ser una extensión del país, por lo que me cuentan mis informantes. Una primera visita descubre que los famosos "meninos", una especie de chicos de los recados, también operan en este tipo de sedes. Y te ofrecen información y tramitaciones legislativas como camellos, abordándote: tengo nacionalizaciones, tengo traducciones juradas, certificados de nacimiento, declaraciones de residencia...



Información para solicitar un visado es todo lo que necesito y se apartan desilusionados dando paso a una funcionaria que atiende a una mujer sentada y desganada en la sala de espera. Parece un campamento de la Cruz Roja, con gente hacinada aguardando durante horas, meneando carritos de bebés, apoyados en las paredes, en el suelo... Todo porque el sistema de pedir citas consiste en que a las siete de la mañana se reparte a una marea de personas los tickets del supermercado sin los que uno no tiene derecho a entrar para pasar el día ahí metido esperando su turno.



La documentación requerida no presentaba excesivo problema a pesar de tener que garantizar la manutención económica durante el periodo del visado y tener que marear un poco al órgano concesor de la beca para que emitiera el aval necesario. Se sumaban también las cartas de invitación del país de origen y demás documentos de una política que se dice parte de la revancha por el trato que reciben los brasileños en los países “desarrollados”. Pero el problema se planteó con el certificado de antecedentes penales.



¿Qué problema? -se preguntaría un persona de impoluto expediente. Nada más lejos de la realidad que se avecinaba poniendo en jaque a más de un ministerio e improvisando un campamento mafioso en la capital. Con camiseta de tirantes blanca, interior, como los capos acuartelados, malcomiendo y mucho sudando (por desgracia también escuchando los muertos del mundo exterior en el accidente de Barajas) ocupé el apartamento de unos amigos durante el espacio de tres días con el único propósito de obtener mi certificado de antecedentes penales, en otras palabras de justificar una cosa inexistente, y solicitar así el visado en el Consulado. Un atrincheramiento determinado a no salir de aquella urbe sin mis papeles.