Dificultades III

No deseaba caer en los tópicos. Pero caía y caía a diario. Sabía que había una etapa inicial difícil, de adaptación, de contrastes. Y tal vez la constatación de todos los tópicos latinoamericanos debía ser un proceso obligado. No lo podía evitar. Por mucho esfuerzo que hiciera. 

De modo que me sumergía en ellos. Empapándome. Absorviendolos. Dándome un atracón de tópicos para (ojalá) purificarme. Purificación por empacho.

Además, yo había venido a eso. Al mundo de los imaginarios. El problema era que cuando yo venía mi mente ya volvía. 

Desde la infancia había observado situaciones muy concretas en la convivencia entre seres humanos que se repetían en el tiempo. Pero había una en particular que siempre me había provocado gran desconcierto y fascinación: la de la ignorancia con la experiencia. Las conversaciones entre personas emocionadas por explorar una realidad recientemente descubierta y su interacción con aquellas otras que partían de una experiencia, de un conocimiento. Siempre parcial, siempre particular y único, pero un conocimiento al fin.

Esto tiene infinidad de ejemplos. La niñez que contacta con la adolescencia; el bachiller con el el universitario; éste con el titulado; el mundo laboral... y largos etcéteras. Tal vez los primeros casos se den entre niños que creen en los reyes magos y los que ya conocen la realidad...

El nóbel suele sentir un cierto desengaño, y en ocasiones pedantería, en las palabras del experimentado. Y yo, por supuesto, también había notado esa tristeza callada, esos silencios condescendientes, en algunas charlas con grandes viajeros del nuevo continente. 

Dificultades II

Y es que me dejo llevar
de dulces palabritas de amor
y luego que me dejan plantá
me dicen con salero, perdón,
que de lo dicho no hay ná.

De lo dicho no hay ná. El día que decidí llamar a mis crónicas "la becaria inocente" debió invadirme una premonición sobrenatural. Ya no era una becaria que sufría ingenua los azotes de una cultura diferente, sino que era muy inocente por pensar siquiera en ser becaria. 

De lo dicho no hay ná. Dijo mi universidad a la semana de mi llegada, cancelando mi curso y forzándome a un cambio de posgrado, indiferente a la vinculación estricta ente mi beca y el curso original.

Yo me deshacía removiendo mar y tierra para que mi país, el financiador al fin, aceptara el cambio. Pasaba los días pendiente de la correspondencia, persiguiendo a los responsables de la universidad que escurrían el bulto de unos departamentos a otros sonriendo mucho y dándome palmaditas en la espalda sin ofrecer soluciones.

Incluso habían tenido un primer impulso inicial de culparme de una situación que en realidad habían creado ellos con falsas informaciones. Un problema de comunicación interno que habían pretendido disimular a una becaria inocente, joven y desorientada, a la que aplicar la fórmula de la jerarquía académica, del profesor frente al alumno, del adulto con el nóbel, y de mucha, mucha habilidad en la distancia corta.

"Los argentinos son difíciles de convencer" me había dicho una profesora en una conversación coloquial sobre sus vecinos. Queriendo decir en realidad "son difíciles de engañar", aludiendo a que las técnicas del trato personal no funcionaban con ellos. Pues no sabes los españoles, pensaba yo, cada vez más nacionalista que la bata de cola. 

Había montado la de dios, había escrito a todas las instancias quejándome de la falta de seriedad de una universidad (de un país) que quería abrirse al mundo sin profesionalizar su trato con ese universo al que esperaba con los brazos abiertos... y con los deberes sin hacer. Pero, aunque movía mar y tierra,  me veía con un pié de regreso a mi país. Y el otro...en el aire. 

O bailarico saloio nao tem nada que saber, é andar com um pé no ar, e outro no chao a bater. Seguiría batiéndome por mi permanencia en tercera división.

Dificultades I

Ser extranjero en Brasil era ser delincuente. Terrorista, traficante, huido de la justicia la fin.

Cuando yo había dicho que esperaba no encontrar mucha adulación al europeo, tampoco me había referido al maltrato. Y como no se contemplaba que a ese lugar se pudiera ir por placer, todo se traducía en desconfianza.

Burocracias aparte, aquellas cuyo máximo exponente se consumó el día que me emitieron una factura por un real, sufría en mis carnes todas las dificultades que experimentaban los extranjeros en mi país. Sentía diariamente la hostilidad que en su momento han de sentir los inmigrantes. Con una diferencia. Yo sí tenía dinero. Pero todos los detalles, incluso los de aquellas élites con las que también había convivido, se repetían. 

Empezando por la lengua. Una incomprensión constante cada vez que abría la boca me fatigaba. Hasta el punto de no desear hablar y pedir las cosas por signos. Lo que tampoco andaba muy lejos de esa incoherencia de género, número y norma en general en el uso del portugués. La formulación del "tu" con el tiempo verbal del "usted" hacía un "tu tá", "tu vem", muy próximo al "yo querer esto" y poco más. 

Cualquier interacción con un nativo era una sorpresa para éste. Desde lo anecdótico a lo desagradable. Desde la anécdota, que tenía a todo tipo de comercios alrededor de mi pasaporte como moscardones divertidos, a las desagradables trabas que planteaba siempre una burocratización en extremo a la que no se ha configurado para casuísticas no nativas. 

"Pero este pasaporte, ¿dónde te lo han dado aquí en Brasil?" me preguntaba (ante mi estupefacción) una tendera cabreada porque no le coincidían los números con el documento que tenía en la mano. Buscando el número del pasaporte escribían el del carné de identidad, en la fecha de nacimiento escribían la de caducidad... A mi padre, de apellidos Merelo de Figueiredo, se habían empeñado en llamarle señor Marcelo ...de Figueiredo, por no leer el renglón de abajo donde figuraba el nombre. En fin. Un sin número de despropósitos para los que no admitían corrección alguna. 

Y una infinidad de obstáculos que me impedían la tranquilidad de los servicios básicos: no podía alquilar una casa, no podía tener una cuenta en el banco y no podía estar comunicada por un teléfono móvil. (Servicios básicos con perdón de otras eras).

Camuflaje II

En mis observaciones había concluido que había un denominador común, una constante por heptómetro cuadrado en el estado de los desfarrapados: las camisetas de los chimis locales. Equipos de fútbol a los que llamaban chimis, del inglés team, abrasileirado teames, pronunciado chimis. Ser seguidor era ser torcedor y formar parte de la torcida por el chimi.

Retorcida en hallar la fórmula de la integración, el traje de camaleón, y de pasar desapercibida como la clase media plastificada a la que resulta poco jugoso atracar, me hallaba ante un nuevo dilema: a cuál de las dos chimis torcer.

Pertenecer por herencia familiar, y posterior convicción estadística, al mejor club del mundo, hacía muy difícil la elección de cualquier otro equipo. Lo que resultaba además más sangrante a mi hemoglobina blanca era terminar vistiendo una camiseta ajena.

Yo, que me había negado siempre a la ostentación simbólica, yo que en mi vida había pisado un estadio de fútbol, yo iconoclasta del deporte, me iba a enfundar unos colores de desconocida trayectoria y más ignorado puesto en la clasificación.

Por un lado estaba el Gremio, de color azul y negro.
Su camiseta a rayas me alejaba un poco prefirindo la lisa indumentaria roja o blanca del Internacional. 
Por cuestión de nombres, el Internacional le daba un aire más abierto y afín a mi origen extranjero. 
Pero la palabra Gremio tenía a su vez una aroma a antiguo, un tono mediaval que me atraía en esos parajes donde suspiraba por un edificio anterior al S.XIX.
A su vez, el azul turquesa del Gremio era mi favorito, y había camisetas lisas negras o lisas turquesas. 
El tema del camuflaje también le daba puntos al Gremio porque sus camisetas eran más visibles por la calle y más identificables como chimis locales.
Pero la balanza se inclinaría definitivamente por un sólo dato. El escudo del Internacional parecía el símbolo de la banda terrorista ETA. Por ahí no podía pasar. Estaba decidido. Me retorcería en el Gremio.

Camuflaje I

Paseando por las calles de Portoalegre corroboré que Caxias do Sul era un oasis de seguridad y confort en medio de un país (un continente decían) de peligros y temores. Salir de la estación de Portoalegre era toparse con la misera, la pobreza recostada sobre la acera, las miradas en todas direcciones y el acecho y la alerta continua.

Mi primer día en Portoalegre, una ciudad "de peso" porque de peso eran sus edificios, al fin alguna sede de paredes macizas y altos techos, había sido un día de muesos, sí, pero de gran riesgo. Medio consciente, medio inconscientemente, había caminado por las calles más peligrosas de la ciudad. Hasta el punto en que decidí subirme a un taxi cuyo taxista aseguró haberme recogido en el centro neurálgico de atracos y agresiones.

Mi primer día en Portoalegre había dejado una evidencia: necesitaba un camuflaje.

Nada quedaba ya de la Indiana Jones que había aterrizado en Sao Paulo. Y aunque en mi país sabe dios que yo no era un ejemplo del bien vestir, seguía teniendo un cierto aire europeo. Insisto no por el estilo, sino por el contraste: yo no era hortera. Podía tener un gusto discutible o poco refinado, pero hortera no era. En el reino de la zapatilla y de la ropa deportiva, la plutocracia del plástico me delataba.

Dominaban también el negro y los colores oscuros. A veces caminaba por la calle jugando a encontrar a una persona con colores vivos, igual que en Caxias jugaba a encontrar una casa, una construcción arquitectónica repetida, semejante a otra.

De modo que había sido la necesidad, y no la integración snob antropológica, la que me había hecho dar con la solución: el fútbol.

Del centro al sur II

La Universidad era sin duda otro foco culpable del pomposo título, capital nacional de la cultura, responsable de los primeros intercambios estudiantiles. Aun sin saber exactamente cuánto tiempo llevaba recibiendo gente de fuera, era inevitable sentirse del grupo de pioneros extranjeros en aquel campus. Un poco antropólogo y un mucho inocente explorando tierras vírgenes de foráneos. 



Pero la sorpresa en el campus había de ser mayor: era un parque temático. Una ciudad entera con comercios y restaurantes. Al lado del departamento de relaciones internacionales había una tienda de lencería. La universidad ofrecía todo: piscina, zoo, cine, teatro y hasta bragas.

Todo se mezclaba, como la casa de la cultura, que parecía un ciber café ampliado. Y no era una impresión, sino una realidad que me había llevado a confundirla ignorando las exposiciones que había en su interior de autores nativos. Al final de la muestra una sala reunía una serie de cuatros alrededor de una temática: el himno nacional. El autor había plasmado a lo largo de diversos lienzos la cronología de las estrofas, pero a nadie se le había ocurrido pensar en observadores ignorantes de la letra y colgar el texto en paralelo. 

"Sois los primeros extranjeros que venís a la exposición" me explicaba una siempre sonriente muchacha a la que tuve cantándome el himno nacional en el centro de la sala apuntando a los cuadros a cada cambio de escenario. Un servicio interactivo de lujo. 

Ahora bien, imagínese el lector, sea cual sea su origen, plasmar su himno en una serie de lienzos y seguro que ninguno es tan bonito como los paisajes refulgentes de Brasil.

Del centro al sur I

El brasileño era un pueblo muy curioso. Y silencioso. Tenía la sensación de hablar a voces por la calle. Como los españoles en Portugal, yo sentía invadir el espacio sonoro de aquellas gentes en cada palabra, aun en portugués. La que yo consideraba una lengua silenciosa y sumisa era en Brasil un estruendo. Si me callaba tenía dificultad para captar cualquier conversación, ni lejana, ni cercana. Una impresión que permaneció inalterada en mi viaje al sur.

La sonrisa y la hospitalidad eran el escudo de Caxías do Sul. Una constante que se había vuelto tópico en los europeos que viajaban a América, la sonrisa y la hospitalidad, pero que en Caxias se matizaba, tomaba un color especial de una ciudad poco acostumbrada a los extranjeros. No era el turismo asumido el origen de aquellas bienvenidas, sino un lugar que había sido nombrado capital nacional de la cultura y que empezaba a recibir las primeras visitas inusuales.

"Oi para o passaporte deles" - compartía la oficinista de correos con su compañera - "show de bola!" - exclamaba mostrándole mis documentos como un niño con juguete nuevo. Y así el taxista, el policía, el comerciante, etcétera. Toda la población se deshacía en amabilidades. A la cabeza los conductores de unas tartanas azules, una surte de autobuses de cartón piedra que recorrían toda la ciudad de punta a punta, barrio a barrio, y que habían sido mi delicia los primeros días. 














Porque aunque Caxías fuese una ciudad nueva, de sólo ciento veinte años, y su construcción cuadriculada y extendida no mostrara ninguna huella de antiguas murallas, seguía teniendo un centro y unas afueras. Y ese centro, desarrollado y hortera, podía eclipsar una periferia pobre y desigual que hubiese pasado inadvertida de no ser por los interminables paseos que me dieron las tartanas azules.