Inmigrante I

En mi país el desempleo había llegado a cifras históricas. En las noticias del canal internacional escuchaba que la crisis había superado los datos de los noventa y de muchas etapas más. Tres de cada cuatro parados eran nativos y deshacían un poco el mito del inmigrante que ocupa los puestos que el nativo no quiere ocupar, y es el primero en irse a la calle. Claro que esto era matizable porque la población inmigrante no era un cuarto de la población total del país. Pero en cualquier caso, que no había trabajo era un hecho. 

Ante un panorama laboral poco alentador, el regreso a mi país tras el batacazo con la universidad, tampoco prometía. Los donantes de la beca habían aceptado mi cambio de curso, lo que suponía una formación mucho más interesante incluso, casualidades de la vida, en Desarrollo Regional Sostenible. Pero mi incursión en el mundo del marketing había durado poco y yo desplazaba mi sueño yupi por el mundo comeflores del que salí.

Hubiera regresado, pero la beca era un empleo, unos ingresos estables durante un año, además de una perspectiva de trabajar en alguna empresa local con cierta facilidad. Me había convertido en inmigrante. 

Y lo era a todos los efectos. No era el gusto, sino la necesidad, la que me mantendrían en ese lugar recóndito, perdido, feo, horetrera, sin ningún estímulo ni atractivo.