Conspiración en palacio

Estaban intentando envenenar al emperador. A sus más de cuatro décadas del calendario humano, Octavio ya había sufrido una operación de próstata que le mantenía aún en grandes y prolongados tratamientos. Pero una conspiración se tejía en palacio, que antes o después daría sus frutos, quién sabe si demasiado tarde para esas uñitas negras y brillantes...

Algo se cocía en los fogones de aquella mansión. A media tarde llegué y me encontré a la dueña en la cocina dándole un par de jeringuillas de un líquido rosado. Antibiótico, me dijo que era, mientras le abría la boca y le enchufaba el mejunje al fondo de la tráquea. El emperador tosía atragantado y resignado. Con la misma paciencia recibía el masaje en el cuello de unas manos pulcras, blancas como la cal, que se le ceñían a la garganta, quién sabe si con más oscuros pensamientos...

Por la noche, el emperador descansaba en el gran diván que ocupaba toda la estancia destinado exclusivamente a su rollizas posaderas mientras la señora Ana y yo conversábamos en nuestros taburetes. Habíamos comenzado a intimar, precisamente a causa del Emperador, que entre sus múltiples cualidades no contaba con la del entendimiento del lenguaje humano, y finalmente Ana había encontrado en mí la complicidad anhelada para desahogar tanto abuso de trato.

"No es ningún niño", me decía, "para colmarlo de tantos cuidados". Eran ellas las que le enfermaban con tanto potingue. Una inocente afirmación que podía ocultar otros significados. Pero la conversación se detuvo. Estando en estas palabras se oyó la puerta y madre e hija emergieron del fondo del pasillo. Venían a darle la última dosis del día, pero, apareciendo a esas horas por la puerta secundaria, de lo oscuro de la despensa, parecían salidas de pasadizos secretos como en las grandes mansiones. 

Y he aquí cuando la dueña se acercó a Ana que observaba callada desde su asiento cómo la hija movía vasos y líquidos preparando jeringuillas. Se encorvó la dueña y con la voz queda y con los codos pegados al cuerpo, sacó una cápsula negra como el carbón que abrió delante de Ana. Cayeron unos polvos que mancharon de inmediato el fondo del vaso de un gris oscuro. "¿Ves?" -le enseñaba- "le das esto por la mañana antes de irte". 

Y entonces recordé a Livia, de "Yo, Claudio", la gran matriarca de toda una saga de emperadores. Entre sus incontables "orientaciones" a la política romana contaban varios asesinatos. Uno de ellos, lento y perfecto, en pretendidas curas a un enfermo.

Yo recordé a la gran Livia, y la dueña, aún sin presentación formal en estos relatos, una señora educada, preocupada y ocupada, con el bienestar de todo lo que le rodeaba, se llamaba Lilia. Y el polvo negro como el carbón que cayó al fondo del vaso también era negro... como el cianuro.