El emperador Octavio

Porque en todos estos vaivenes, mi logística había cambiado y había alquilado un cuarto de una casa a compartir con la señora Ana, que trabaja todo el día, y los perros de una dueña (dueña de los perros y de la casa) que vivía en el piso de arriba y tenía una mansión para las mascotas y el resto de las sobras que éramos los inquilinos a los que nos imponía la convivencia con los cánidos por un módico precio.

La sala de mi nueva casa era amplia, llena de sillones barrocos que terminaban en un ventanal enorme con vistas a la ciudad. Se me había dicho que yo podía ir a estudiar a esa lujosa estancia incluso cuando estuviera la dueña. Descubrí que la dueña pasaba las tardes en el salón haciendo compañía a los chuchos. Que no los chuchos haciéndole compañía a ella. Porque allí el verdadero dueño de todo era Octavio, el perro salchicha. 

Por lo tanto yo tendría el salón para atardeceres, noches de estudio y buena música entre alfombras estampadas sobre las que caminar despacio, arrastrándo mi pipa, matutando, mateando mis escritos. Pero durante el día el lujo era para el emperador Octavio que paseaba sus innúmeros mantos por cojines y parqués. 

Vaciaron cuatro cajones de mi baño para dejármelo libre de los mantos del emperador Octavio. Mantitas, jerséis, impermeables, qué sé yo si gorros, babuchas, lazos o bragas. Octavio salía más de tres veces diarias a hacer sus necesidades, porque su sangre azul le había impedido ya genéticamente cagarse en casa. Además de las veces que salía al baño, también salía al veterinario, y a cualquier cosa. Yo sospechaba que a la manicura, porque le había visto unas uñas muy negras...y muy brillantes...

Y por supuesto al psicólogo. Porque Octavio ladraba mucho y era muy molesto, defecto que sus dueños habían tratado de corregir, incluso con un collar antiladrido que emitía una vibración a cada exclamación del animal. Pero no había sido una educación excesiva en mimos y cuidados la que había logrado que el perro obtuviese todo tipo de caricias y atenciones a cada ladrido emitido, sino que Octavio era emperador. Sencillamente. Y sus ladridos, secos y firmes, algo agudos debido a su reducido tamaño, eran como las palmas de un Cesar ordenando y mandando ora un banquete, ¡pronto!, ora un baño en leche de burra...