Camuflaje I

Paseando por las calles de Portoalegre corroboré que Caxias do Sul era un oasis de seguridad y confort en medio de un país (un continente decían) de peligros y temores. Salir de la estación de Portoalegre era toparse con la misera, la pobreza recostada sobre la acera, las miradas en todas direcciones y el acecho y la alerta continua.

Mi primer día en Portoalegre, una ciudad "de peso" porque de peso eran sus edificios, al fin alguna sede de paredes macizas y altos techos, había sido un día de muesos, sí, pero de gran riesgo. Medio consciente, medio inconscientemente, había caminado por las calles más peligrosas de la ciudad. Hasta el punto en que decidí subirme a un taxi cuyo taxista aseguró haberme recogido en el centro neurálgico de atracos y agresiones.

Mi primer día en Portoalegre había dejado una evidencia: necesitaba un camuflaje.

Nada quedaba ya de la Indiana Jones que había aterrizado en Sao Paulo. Y aunque en mi país sabe dios que yo no era un ejemplo del bien vestir, seguía teniendo un cierto aire europeo. Insisto no por el estilo, sino por el contraste: yo no era hortera. Podía tener un gusto discutible o poco refinado, pero hortera no era. En el reino de la zapatilla y de la ropa deportiva, la plutocracia del plástico me delataba.

Dominaban también el negro y los colores oscuros. A veces caminaba por la calle jugando a encontrar a una persona con colores vivos, igual que en Caxias jugaba a encontrar una casa, una construcción arquitectónica repetida, semejante a otra.

De modo que había sido la necesidad, y no la integración snob antropológica, la que me había hecho dar con la solución: el fútbol.