Primeras impresiones I

Y con todo Indiana Jones había aterrizado en el nuevo mundo. Una riñonera de la marca Coronel Tapioca, una cámara de fotos colgando también de la cintura y una chaqueta de cuero con muchos bolsillos daban el tipo. Aun consciente de mi apariencia extranjera había optado por la comodidad ante la cantidad de bultos que llevaba conmigo. Pocos para un viaje de un año, me enorgullecía de no llevar los baúles de una marquesa, pero suficientes. No faltaba ni la anécdota de los pedidos de última hora que me había tenido poco antes de subirme al avión detrás de una plancha.

Pero la turista ingénua pronto habría de despojarse de su atuendo explorador y dejar sólo la chaqueta con muchos bolsillos, donde guardar la cámara y el resto del contenido de la riñonera, ante lo provocativo de su aspecto. Y así, lanzarse al primer día de la selva paulista, una jornada que se presentó un baño de lo que había venido a buscar a América Latina: huipiles y comida rica.

En el bien llamado "Pavilhao da Creatividade" me dí un baño de textiles y cerámicas del Perú, México, Bolivia, Venezuela y compañía; un atracón del arte indígena que tanto me emocionaba. El "Momorial de América Latina", de feas y grises instalaciones, ofrecía en cambio un colorido contenido tras la puerta del pabellón de la creatividad.
Si eso era lo más cercano a una exposición antropológica que tenía la ciudad más productiva de Brasil, era poco. Pero había saciado mis ilusiones para ser un primer día y ahora sólo me quedaba ver indios de verdad. Con toda la artificialidad de traer al centro urbano un festival de pueblos de todos los rincones del estado, aquellos puestos ofrecían la característica que conmociona a los europeos: la abundancia.
No es la calidad de sus productos, ni lo desconocido que puedan llegar a ser. En el mundo actual la globalización ha llevado al indio con taparrabos y sus artesanías a todos los ricones del planeta, desde las grandes exposiciones de élites urbanas a la calle más concurrida de Benidorm.