Contando los días III

Brasil era el país de las burocracias, qué duda cabía. Después de veinte días había conseguido mi sello en el Ministerio de Exteriores y mi visado correspondiente en el Consulado. Pero eso había sido sólo el principio de lo que estaba por venir. Aún en suelo europeo la compañía de vuelos brasileña me había obligado a utilizar todos los medios tecnológicos posibles para comprar el billete de avión. Lo que empezó siendo una reserva telefónica terminó en una venta que tocó todos los palos. En primer lugar se me indicó que daría mi número de cuenta por teléfono. Perfecto, de casa al aeropuerto pensé yo, ingenua de mí, becaria inocente.

"Le mandaremos un mail al que usted contestará con sus datos bancarios", me informaba la señorita al otro lado de la línea. En fin, no me dejaban dar los datos por teléfono, pero seguía sin salir de casa. Contesté al susodicho mail, que tuvo a su vez otra respuesta: un segundo correo que debía imprimir y mandar por fax. Lo que suponía que ya tenía que utilizar todos los medios informático-electrónicos posibles de la actualidad: teléfono, mail, impresora y fax. Sólo me faltaba el escáner. En realidad lo que sólo me faltó fue ir en persona a la ventanilla del aeropuerto (sumando coche, autobús y metro a la operación), cosa a la que terminé obligada ante los fallos supuestos de mi tarjeta o del recepcionista de la aerolínea.

Finalmente, entre estrés y estrés burocrático, organizaba mi despedida en un hammam céntrico con los amigos. El adiós a mi familia no había estado exento de lágrimas y de un sentimiento de "migrante" algo contradictorio, pues no era la necesidad extrema la que me alejaba de mi tierra, por lo que parecía anulada la licencia para la tristeza, pero tampoco podía evitar ese espíritu de "adios ríos, adios fontes".