Primeros pasos III

Si Barley llevaba trás sí un bagaje académico que se disponía a corroborar en la práctica con sus dowayos, el mío era uno más modesto. Teoría también, pero la del mundo que me rodeaba, la de las vaguedades, la de las generalidades, la de los tópicos, la de los clásicos, la de los estereotipos, la de las modas. En fin, yo me había propuesto hacer de la experiencia un auténtico intercambio. Conocer distintas realidades, la mirada del otro, enriquecerse con la diferencia y todos los sinónimos de empatía y vanguardia mental que se estilaban entre mis contemporáneos.


Pero pretendía hacerlo a mi manera. Me cansaba el eterno discurso del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. De la superioridad de unos y la supuesta inferioridad de otros. De todos los supuestos en realidad, incluso de los que pregonaban la igualdad y la comprensión de los pueblos. Me tropezaba ya en estos escalones de subida y bajada, en la que los de arriba querían ser los de abajo, los de abajo ser los de arriba, pero desde abajo…


Intentaba hallar algo de pureza en medio de todas las idolatrías mutuas, que en realidad encontraba ya superficiales e hipócritas. Hacía tiempo que arrastraba mi insistencia en completar mis años académicos en América, en los países del supuesto “necesita mejorar”. Quería ponerme en su piel, imitarlos, ser su reflejo en todas sus facetas: empezando por aquella que se deshacía pensando en una formación europea. Yo anhelaba una especialización americana. Y así también me iba despojando de los tópicos de aquí: no deseaba ver la pobreza y la desigualdad del mundo. Yo quería ver el progreso de aquellas tierras, sus mejores universidades, el desarrollo de sus ciudades...

Quería cambiar los roles. Pero hacerlo con humor, sin grandes pretensiones, porque no dejaba de ser una becaria inocente que al permitirse burlarse de los sueños e imaginarios de unos y otros desde su acomodada situación podía convertirse en una becaria ingenua, o mejor, en la becaria insolente.

Además este humor me había funcionado el primer día. El día en que ignoré a la funcionaria después de librarme de los meninos consulares y me abalancé sobre la ventanilla saltando entre los carros de los bebés y aprovechando el descuido de los hacinados. Me fui de allí con la información de cómo pedir un visado sin tener que esperar mi turno. “A la americana”, me dije tan contenta al salir.

Así que me disponía a seguir con mi rol, aquel que aunque era políticamente incorrecto reconocer, yo había comprobado infinidad de veces. Me presentaría el tercer día de mi acuartelamiento mafioso sin el sello del Ministerio de Exteriores, con todos los papeles, incluido el certificado de antecedentes penales del Ministerio de Justicia, pero sin el paso final. Podía funcionar. Por qué no probar una documentación incompleta y un “no sea malo, ándele a ver si lo podemos solucionar de alguna manera”.