Gatito, gatito

Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando...

Hagamos un ejercicio de memoria. De memoria histórica. Piénsese en una nación que se considere agraviada, por cuyo subsuelo fluya un resentimiento más o menos subterráneo. Súmensele unas ansias de progreso desbocadas unidas a un nacionalismo con delirantes tendencias a considerarse una población de características privilegiadas. Hállense en su sociedad unas marcadas muestras de racismo y una notable segregación social. La guinda del pastel, la de siempre, una religiosidad sin fisuras.

Cualquier historiador vería el potencial destructivo de esta combinación. Y cualquiera de nosotros recordaría con ojos vidriosos y mirada entristecida los múltiples perfiles que ha adoptado esta descripción.

Si algo aprendió la Europa de los mil ejemplos, y el mundo en general, es a caminar, mal que bien, en la senda de evitar el enfrentamiento directo. Parece más o menos aceptado que el progreso se consigue antes con sonrisas falsas en cumbres internacionales que a garrotazos. ¿Pero alguien duda de que nuestra patria hipotética sometida a una situación límite tendría alguna contemplación en pasar por encima de quien fuese... como fuese?

Ahora, a la descripción anterior, atribúyanse unas dimensiones geográficas de proporciones planetarias... Y sígase sin temer al gigante brasileño.

Algunas actitudes de simpatía hacia este gigante (más bien hacia el cíclope del sólo ojo y las cien orejeras) recuerdan a esas personas que se encariñan con las crías de los grandes felinos salvajes y las mantienen como mascotas hasta que les dan el primer (o el último) zarpazo. ¿Hasta cuándo vamos a seguir llamándole gatito?