"Lo traigo lleno de flores para ponerlo bajo tus plantas..."
Lo traigo lleno de mierda para secarla bajo tu cielo. Porque el estiercol seco se esparce y vuela. Que traigo el corazón lleno de mierda húmeda, pesada y apestosa.
Sobre los cimientos de casi todas mis convicciones he visto levantarse un basurero informe, de bolsas de plástico, metal oxidado y aceite negro.
De donde vengo he visto que la empatía con otros pueblos del otro lado del charco es una farsa de sonrisas de vendedor de mercadillo: el que casi te abraza para que pases por su caja y si no lo haces te echará la maldición en cuanto le des la espalda. He visto que Europa es un pasaporte, sus habitantes un contacto interesado para escalas de un posible viaje y su descendencia una sangre azul de la que presumir. La amistad con un europeo no es más valiosa que un bien de consumo cualquiera con el que presentarse en sociedad.
¿Que no? Llegado el caso, toda la simpatía será engullida por un nacionalismo feroz, lleno de resentimiento, que en una situación límite sentenciará a garrotazos al diferente de la forma más primitiva: sordo a cualquier argumentación e inamovible en su ignorancia. A la mínima contradicción surgirá el seguidor fanático de biblias ideológicas (que mal entiende y poco que le importa), mientras esparce palos de ciego con una venda en los ojos, toque a quien toque, dé a quien dé, caiga quien caiga.
He visto que no es verdad el discurso de otras felicidades, sino la misma infelicidad disfrazada de una hipocresía, que no por natural es menos falsa. No por aceptada como forma de comunicación social, ese trato entre superlativos y miles de amores, se sobrepone a las bajezas, a las simplezas, a las pequeñeces, a las envidias, a los sufrimientos y a las puñaladas del día a día. Los europeos no somos seres amargados en profundas reflexiones que no saben disfrutar de los placeres de la vida ligera y alegre que se practica al otro lado del charco. No. No hay al menos más amargura que la de un mundo sumido en el abanico más amplio de todos los complejos. No, no está más apretado el corsé.
He visto también desmoronarse otra de mis máximas vitales, la del recelo y el cuidado con la generalización. Pues si bien se me puede reprochar que la lista de acusaciones hasta ahora citadas puede hallarse también en mi tierra y varía siempre de unos casos a otros, hay una característica universal practicada más allá de toda religión al otro lado del charco: el mundo de la apariencia. Que no es que tuviera que cruzar el Atlántico para descubrirlo, insisto, pero son las dimensiones alcanzadas, esparcidas por todos estratos, clases, razas, sexos, creencias y educaciones, las que hacen que este imperio del aparentar esté presente en el más mínimo detalle de la más mínima conversación del caso más seleccionado sometido a prueba. El reino absoluto de la construcción de identidades y proyecciones sociales a la fuerza es más ley que las matemáticas en este mundo de especialistas de la imagen, publicistas de la vida.
De los entresijos de nuestra historia, de la construcción de nuestro progreso y de nuestra creación cultural, a nadie le importa el cómo ni el por qué, sino el cuánto. Cuanto de antiguo tienen nuestros castillos, cuánto el aforo de nuestros estadios de fútbol, cuánto de caros los escaparates de nuestras tiendas más concurridas y cuántas posibilidades hay de colarme en la fila del bus, por eso de que esas gentes tienen un extraño código de convivencia, que, no importa el cómo ni el por qué, pero se vuelven apáticas entre sí.
Esta obsesión por lo cuantitativo sólo confirma que la educación y la cultura son estadios posteriores a la economía. Lo que me lleva de regreso a las más clásicas teorías sociológicas, además de las más elitistas. Se me cae también por los suelos cualquier intento moderno de puntualizar los estadios evolutivos de las civilizaciones planteados en la Ilustración. Nada es diferente, sino una imitación barata; nada es nuevo, nada emerge, nada genuino se reivindica; y por desgracia nada es más ilustrativo que el intento de captar, eso sí con muchos flashes, sombras proyectadas sobre oscuras cavernas.
No caigamos en el error de valorar al pobre sólo por su condición de serlo. Con perdon por la barbaridad, pero nuestra herencia marxista nos ha llevado a interesarnos por diversas expresiones culturales sólo por emanar de bolsillos más vacíos. Interesarnos por no decir ensalzar lo que en realidad desconocemos. ¡Me río yo de la crítica al eurocentrismo! Y dice esto quien se desvivió en estudios antropológios de otras formas de existencia humana. Exotismos minoritarios, de romántico encanto sin duda, que no deben confundirse con aplastantes mayorías demograficas cuya exitencia versa en imitar al máximo la conducta occidental. Insito, la conducta no, los logros materiales solamente. Pero una imitación brutal, desalentadora y violenta de quien tiene el rumbo muy perdido, pues sólo quién ha extraviado el norte de esa manera puede detenerse así en los destellos del camino. Eurocentrismo, dicen. Más cuidado habríamos de llevar, si por no mirarnos tanto al ombligo, diésemos por bueno todo lo que nos rodea, eurocentrifugándonos.
Una cosa sí confirmo al menos, de mis vocaciones antropológicas, y es que un estudio de campo que se precie debe prolongarse al menos por un año. Y, lo más importante, someterse al profundo aislamiento con la población nativa. Sólo así, y de ninguna otra forma, se tiene conciencia plena de la urdimbre de una sociedad. No puede haber punto de escape con compatriota aluno ni formas de turismo más o menos elaboradas. Se acabó el viajar por el placer de descubrir otras culturas más allá de la contemplación de los restos históricos de sus civilizaciones. Para conocer otros pueblos y pulsar el verdadero sentir hay que acostarse muchas noches y levantarse muchos días en territorio comanche.
Visto lo visto, sólo aspiro a esparcir este estecolero que llevo dentro del pecho entre las encinas, los olivos y los almendros de mi tierra. Que corra el aire y se lo lleve el viento. Que yo seguiré por el camino verde, eso sí, con gafas de sol, que ya está bien de ir por la vida a ojo descubierto.